«Los insultos y las faltas de respeto que está sufriendo la Guardia Civil en este lugar son intolerables, no se pueden consentir». El agente que sentencia con voz grave no habla delante de una barricada del Tsunami Democràtic en la AP-7, ni el destinatario de sus quejas es un comando de los CDR. Su lamento resuena en la entrada al Valle de los Caídos, cerrado a cal y canto desde el día 11 para turistas y curiosos, y su rabia va dirigida contra los nostálgicos del régimen franquista que de vez en cuando se acercan a la valla para pagar con el instituto armado su frustración por no poder rendir honores a Franco antes de que sus restos sean extraídos del agujero que ocupan desde hace 44 años. «Nos llaman traidores, cobardes, vendidos… De todo. Entre unos y otros, los malos siempre somos nosotros», suspira.

El malestar que expresan algunos de los agentes encargados de custodiar el acceso a Cuelgamuros es un anticipo del que aguarda al visitante cinco kilómetros más arriba, en el conjunto monumental. En los 60 años transcurridos desde que el dictador inauguró el recinto, su atmósfera nunca había sido tan espectral como en estos días de tensa espera.

RONDAS DE LA GUARDIA CIVIL / La ausencia de turistas ha dotado al lugar de un extraño aire fantasmal, roto únicamente por las continuas rondas de la Guardia Civil, y ha dejado sin trabajo, al menos de momento, a buena parte del personal que lo atendía. «He venido a recoger algunas pertenencias, porque no sé si seguiré aquí después de la próxima semana», se va diciendo entre dientes un empleado de Patrimonio Nacional cargado de bolsas tras darle la espalda a la puerta del bar, cerrado por falta de clientela desde el pasado fin de semana.

Sin noticias ciertas sobre cuál será el destino del lugar cuando los huesos de Franco no estén, lo que más abunda en el Valle estos días son las muestras de recelo. En el poblado -un conjunto de casas en estado de semiabandono situadas junto a la basílica, pero donde aún viven algunos empleados-, las visitas de extraños las ahuyentan haciéndoles fotos con el móvil y expresando de forma airada sus negativas a hablar.

En la abadía, la quincena de frailes benedictinos que mantienen vivo el culto se muestran igual de poco amistosos. «¿Quién le ha dado a usted permiso para entrar?», avisa un monje huraño al visitante minutos antes de que dé comienzo el rezo de vísperas que tiene lugar en la sacristía de la abadía todas las tardes.

Este rito, compuesto por una sucesión de salmos cantados en gregoriano, sigue estando abierto al público. No así la misa que cada mañana celebran los frailes junto a la losa que más está costando mover de la historia de España. La prohibición absoluta de que nadie ajeno al culto o a los servicios funerarios pise el templo que cobija los restos de Franco da lugar estos días a una curiosa situación: las homilías del prior del Valle, Santiago Cantera, que se ha hecho famoso por su férrea oposición a la exhumación, solo son escuchadas por los monjes con los que convive a diario, partidarios de que nada cambie en Cuelgamuros.

La paradoja endogámica de las misas benedictinas resume el espíritu que tiene actualmente el Valle de los Caídos, un lugar varado en el tiempo que solo se alimenta de nostalgia y simbolismo. Desde que se ejecutó el cierre al público ordenado en el pasado Consejo de Ministros -según la vicepresidenta Carmen Calvo, «para evitar espectáculos»-, los únicos visitantes que tienen acceso son los clientes de la hospedería, un vetusto establecimiento hotelero ubicado en antiguas dependencias de la abadía cuyas instalaciones y mobiliario no han conocido reforma alguna en 50 años.

ESPACIO ‘VINTAGE’ / De hecho, el local presume de ello: en la entrada tiene a la venta «flexos vintage», colchas estilo «años 70 del Valle» -según reza un cartel- y libros con títulos como Actualidad sociológica de España, editado en 1968, Yo fui gay y Por qué dejé de ser masón.

Desde el lunes pasado, el establecimiento apenas ha contado con una decena de huéspedes, pero cara al fin de semana se espera la llegada de un centenar de seguidores del movimiento ultracatólico Neocatecumenal, conocidos como los kikos, que podrán dar fe de los movimientos que se produzcan en la puerta trasera de la basílica, situada enfrente de la hospedería, para afinar la inminente exhumación de Franco, prevista para el próximo lunes.

De momento, esta semana ha habido pocas señales que permitan augurar cómo se va a resolver el difícil reto técnico de levantar la pieza de granito de 1.500 kilos que cubre el féretro y rellenar el hueco tras extraer el cadáver. A falta de albañiles, marmolistas o ingenieros en la basílica, el martes se afanaba a la entrada del templo un grupo de operarios de la empresa de limpieza Clece, encargada de pulir el suelo. «Solo venimos a sacarle brillo, no a levantarlo», advertía un trabajador.

Tampoco en Nuestra Señora de la Jarosa, funeraria con sede en Guadarrama que se encargará de la exhumación, han recibido órdenes del Gobierno de preparar el servicio fúnebre. «Lo único que recibimos de vez en cuando son llamadas anónimas de franquistas insultándonos y acusándonos de profanar una tumba sagrada», comenta un empleado de la funeraria en la puerta del tanatorio de San Lorenzo de El Escorial. A pocos días de que el dictador salga del Valle de los Caídos, la exhumación de Franco solo parece estar removiendo resquemores.