Han declarado en la vista oral del juicio por el proceso soberanista los 12 encausados y, como testigos, Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, Cristóbal Montoro y Juan Ignacio Zoido, Íñigo Urkullu aparte. Y lo que ha ocurrido, entre otras cosas, es que el salón de plenos del Tribunal Supremo se ha convertido en la zona cero del independentismo y en un enorme socavón político para el Gobierno de Rajoy. Hay una clara diferencia y conviene subrayarla: en los procesados podría concurrir, además de una responsabilidad política, otra penal; en los miembros del anterior Gobierno solo concurriría la primera pero en absoluto la segunda. Se depura en la vista oral la culpabilidad o inocencia penal de los encausados, pero es inevitable que se conforme también una opinión política sobre la gestión del Ejecutivo popular y puede que no benigna.

Dolors Bassa pronunció en el banquillo una frase que resume el desplome completo del relato secesionista: el referéndum nunca fue un acto concluyente para la independencia, sino un mero compromiso y una «forma para seguir negociando». En esa línea -el carácter «simbólico» de la declaración de independencia, su ausencia de «efectos jurídicos» y su carácter instrumental para presionar a una negociación al Gobierno- se han pronunciado varios de los procesados, salvando dos declaraciones. La de Oriol Junqueras y la de Jordi Cuixart.

Ha ocurrido en la sala del juicio en el palacio de las Salesas lo que podía preverse: que la narrativa épica del separatismo, su homérico «viaje a Ítaca», esa marcha esforzada por la república, resultó en realidad una operación que -como bien explicó Santi Vila- formaba parte de una performance política para obtener en una negociación una posición de ventaja. Que al final los acontecimientos se saliesen de madre en los términos precisos descritos por un Urkullu que desarbolaron a Carles Puigdemont y precarizaron los mantras de las hazañas soberanistas remite mucho más a la torpeza de los actores de la representación que a una voluntad terminante de segregación de Cataluña de España. El lendakari ha dejado la impresión muy verosímil de que las bases terminaron por desbordar a los dirigentes, que perdieron el control de la situación.

Es verdaderamente trágico que los acontecimientos del proceso soberanista hayan terminado así: en una frustrante construcción política, narrada con ribetes heroicos, pésimamente ejecutada, y en un proceso penal que podría sancionar gravemente a un buen número de políticos, dirigentes sociales y funcionarios por su participación en la sucesión de hechos que, al final, configuraron una independencia fantasma. Y para comprender hasta qué punto lo fue es recomendable la lectura del muy reciente libro de Antoni Bayona, que fuera letrado mayor del Parlamento catalán, y que bajo el sugerente título de No todo vale (editorial Península) enhebra una argumentación dilatada pero interesante de lo que ha ocurrido a lo largo del proceso soberanista.

Bayona se pregunta si «de verdad se declaró la independencia». El jurista dice albergar dudas «formales y sobre todo materiales» al respecto, pero constata que «es cierto que la propuesta de resolución que se votó señala una voluntad de que Cataluña se convierta en un Estado independiente, pero también lo es que se omitió formalizarla con claridad». Para nuestro autor, «lo más importante» es que esa votación «no parece ir más allá de expresar un querer ser». El ensayista niega la existencia de un «principio de efectividad» que hiciese ejecutiva esa declaración y considera -y el juicio de valor es duro para el independentismo- que «había más atrezo que contenido». El relato de Bayona sigue desmontando la eficacia de la declaración unilateral de independencia y describiendo la «irrealidad» que él, desde su responsabilidad, expresa haber vivido en muchas ocasiones.

¿Es relevante que la independencia haya sido una realidad virtual, fantasmal, holográfica, al menos a efectos penales? Es una buena pregunta que los magistrados de la Sala Segunda tendrán en consideración. Pero, de momento, la narrativa del proceso ha quedado desvirtuada por completo y, en consecuencia, también la supuesta legitimidad de la que se deduciría la excepcionalidad en la que institucional y políticamente vive Cataluña. El hecho de que también en el Supremo se haya demostrado que la estrategia del Gobierno en relación con la crisis catalana fue siempre por detrás de los acontecimientos, y que sus decisiones no resultaron terapéuticas para solventar el problema o -al menos- no agravarlo con las remisiones constantes a los tribunales y las demoras en las medidas políticas, no obsta a que el constructor independentista se haya diluido en una gestualidad que ya denunció con gran anticipación Clara Ponsatí: «Jugaban al póker e iban de farol».

Tesis esperanzadoras

Se pueden escuchar, sin embargo, algunas tesis esperanzadoras en independentistas pragmáticos que entienden el sentido de la legalidad democrática y de la política como una herramienta para trabajar en democracia. Propugnan que se ofrezca un sentido al proceso soberanista sin adherencias hiperbólicas. Se trata de dirigentes de pedigrí nacionalista alejados, no obstante, de los relatos sobredimensionados que han perdido todo crédito. En palabras textuales de uno de ellos, «no se puede por razones evidentes presentar una enmienda a la totalidad del proceso pero sí una parcial» para, siguiendo con su razonamiento constructivo, corregir el rumbo y resituar la política y la institucionalización catalana lejos de la furia del hombre de Waterloo y de la piromanía de Quim Torra.