Las reglas del strip póker se las saben hasta los mormones. Apuesta perdida, prenda fuera. Una alfombra de togas cubre la sala más noble del Tribunal Supremo tras 49 jornadas de juicio del ‘procés’, una causa que ha desnudado a acusaciones y defensas (a los primeros se les ven más vergüenzas que a otros) y ha dejado como gran tahúr de la partida a Manuel Marchena, presidente de este macroproceso, protagonista indiscutible de lo que, visto con perspectiva, ha sido el punto de inflexión de esta causa, jueves 14 de marzo, el día en que este canario sesentón salió al rescate del naufragio general de la acusación. La violencia, perejil indispensable para sostener que los acusados son cabecillas de una rebelión, estuvo aquel día a punto de flojear como argumento principal de la fiscalía. Marchena, por unos minutos y amparado, eso sí, por la ley de enjuiciamiento criminal, fue fiscal de la causa.

Decía el ‘vivalavida’ que era Rossini sobre Richard Wagner que sus composiciones tenían momentos muy bellos, pero cuartos de hora muy malos. En el juicio del ‘procés’ tal vez nada merezca el calificativo tan extremo de sesiones malas, pero si mates, sin brillo, monocordes, como los relatos sospechosamente miméticos de los policías que, según su declaración, parece que aún tienen pesadillas a media noche por las caras de odio que vieron en Cataluña el 1-O, o, en el otro lado de la balanza, las disertaciones plomizas de los testigos de la defensa sobre, por ejemplo, el derecho a la autodeterminación y el pensamiento de Manuel Azaña. A Rossini, lo que le podría haber abierto el apetito (en realidad reto nada difícil, conociendo su biografía, pues su glotonería empequeñecía su oído musical) sería esa crucial jornada del 14 de marzo, que probablemente será la piedra angular de los escritos de acusación.

Retrocedamos en el tiempo. Esa día está citado a declarar como testigo el mayor Josep Lluís Trapero. Tiene cuentas pendientes en la Audiencia Nacional por su papel en el ‘procés’, así que la fiscalía y la abogacía del Estado, cuestión de vicios adquiridos con los años, presuponen que se acogerá su derecho a no declarar y no lo han incluido en su lista de testigos. No es ese, sin embargo, el ‘chupchup’ en los pasillos del Tribunal Supremo. En los intermedios, defensas, periodistas, familiares y público hacen corrillos de tertulia. A veces participan las abogadas del Estado. La fiscalía, jamás. Los letrados de Vox cruzan esa zona en contadas ocasiones, pero siempre mudos, con esa mirada de Klaus Kinski en ‘Aguirre’, como responsables de una misión patriótica que no permite distracciones. Ellos, por inexperiencia o porque son los más listos de la clase (eso se desmentirá después) sí que han pedido interrogar a Trapero, que, recuérdese, se da casi por hecho en los pasillos que viene con ganas de rocanrol.

DE TÁBANO A TANCREDO

De Vox, antes de empezar, se suponía que iba a ser el tábano de los acusados. A la hora de la verdad, lo suyo ha sido el tancredismo judicial. Ellos, tan de los toros, han representado en el Tribunal Supremo el papel de esa figura taurina, el tipo que se limita a estar quieto en mitad de la arena. Pasapalabra. Solo eso les faltaba decir cuando era su turno de intervención. El caso es que ese 14 de marzo podían interrogar a Trapero e, importante cuestión, delimitar con sus preguntas el marco en el que después podrían profundizar el resto de las acusaciones. Preguntaron por lo superfluo y se olvidaron de ahondar en qué sucedió el 28 de septiembre del 2017, cuando la cúpula de los Mossos d’Esquadra pidió una reunión a Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y Joaquim Forn, a solo tres días del referéndum. Por declaraciones anteriores de otros testigos se sabía que aquello fue ‘La guerra de los Rose’. Una colega periodista, en los pasillos, comentó en ‘petit comitè’ que fuera del despacho de Puigdemont, una silla se llevó una patada de rabia de un alto mando de la cúpula policial.

Lo dicho, Vox se descartó de su mejor mano. Prenda fuera. Fue Marchena (un hombre que cursó el bachillerato en el Sáhara español, detalle que si nada tiene que ver con el juicio, como mínimo resulta curioso) quien aquel día se arrogó el papel de preguntar a Trapero por aquella reunión. Se salió de su guion de Salomón de la sala y empuñó la espada dispuesto a partir en dos al niño. Y Trapero dijo lo que dijo, que advirtió a Puigdemont de que, en caso de que no desconvocara la cita con las urnas de plástico, el riesgo de choques violentos en la calle era muy alto. Su olfato policial así se lo decía. Para la fiscalía, ya errática en otras jornadas, con bochornosos episodios en que había dejado claro que no se ha leído de pe a pa el sumario, como cuando insistía en preguntar por la votación de independencia del 10 de octubre del 2017 en el Parlament, cuando aquel día no hubo votación alguna en la Cámara catalana, aquella jornada puede que fuera fundamental. En el relato que este martes formulará podrá comprobarse.

Para las defensas (un cacofonía de estrategias, por cierto) aquel día fue también un punto de inflexión. Desde hace días se les intuye pesimistas. Incluso a Javier Melero, el Amarillo Slim de los letrados, jugador mítico de póker, casi un filósofo de la vida, porque en su caso el juicio no ha tenido más plató que la sala del Tribunal Supremo donde se celebra el juicio. Otros, por si como presuponen habrá condenas ejemplarizantes a costa de expandir la polisemia del concepto de la rebelión, han participado en paralelo en el juicio televisivo, pero eso, lectores, ya es otra timba.