Las deliberaciones en la Sala Segunda del Tribunal Supremo están blindadas pese al 'hackeo' inocuo de correos electrónicos de algunos magistrados. Pero convergen indicios --propiciados por el propio tribunal de enjuiciamiento de los doce dirigentes políticos y sociales del proceso soberanista-- que permiten suponer que la sentencia que se publicará en otoño (antes del 16 de octubre), será una resolución rigurosa. Se han dictado por la Sala hasta cuatro autos que autorizan la hipótesis de que los siete magistrados juzgadores están considerando prioritariamente que los encausados pudieron cometer un delito contra la Constitución (rebelión), tal y como propugnaba la fiscalía, y no contra el orden público (sedición), criterio que defendió la abogacía del Estado. La consecuencia de esta impresión generalizada en Madrid es que se dictará una sentencia severa cuyas consecuencias políticas, tanto en Cataluña como el conjunto de España, serán de envergadura, aunque tal previsión no alterará el juicio en conciencia de los magistrados que deben resolver.

Este es el horizonte que avizora con toda razonabilidad Pedro Sánchez. El presidente en funciones ha sido claro al plantear que con Unidas Podemos existe una sintonía en muchos asuntos de orden social, energético y ciudadano, pero no en algunas políticas de Estado, singularmente en la que se refiere a Cataluña. Ante una sentencia del Supremo como la que se espera, Sánchez entiende que el Consejo de Ministros debe estar cohesionado y sin que emerjan contradicciones internas. Si en el Ejecutivo se insertasen, como pretende Pablo Iglesias, ministros de Podemos, y él mismo en una eventual vicepresidencia, el Gobierno ofrecería fisuras a la hora de encarar la sentencia del proceso soberanista y en la implementación de políticas que manejasen la reacción de los partidos independentistas y de las entidades populares soberanistas.

En el PSOE se han listado con detalle los comportamientos de Iglesias y su partido relativos a la cuestión catalana. Y el balance arroja discrepancias insuperables. Los morados propugnan un proceso constituyente para, entre otros fines, incorporar la plurinacionalidad de España, en tanto que los socialistas apuestan por una federalización del Estado. Mientras que el secretario general y otros cargos de UP se han referido a los dirigentes sociales y políticos catalanes juzgados como presos políticos, el PSOE los considera políticos presos, reivindicando la autenticidad del Estado de Derecho. En Ferraz y Moncloa no se olvida que Iglesias --por su cuenta-- despachó en la cárcel el proyecto de Presupuestos del Estado con Oriol Junqueras y que mantuvo conversaciones telefónicas con Carles Puigdemont. Y tampoco, en fin, que ha defendido la procedencia de un referéndum en Cataluña que no está contemplado en la Constitución.

Los 'comuns' no ayudan

Por lo demás, la desconfianza de Sánchez --y de la ejecutiva del PSOE que ha avalado su planteamiento-- viene justificada por decisiones de Podemos muy próximas en el tiempo: después de que los socialistas posibilitasen una presencia sustancial (dos puestos de nueve) en la Mesa del Congreso, en la primera votación sobre la suspensión de los diputados presos, los dos representantes morados votaron en contra de la propuesta de la presidenta Batet fundamentada en un informe de los letrados de la Cámara. Tampoco los 'comuns' catalanes --liderados por Ada Colau-- coadyuvan a generar confianza sino todo lo contrario. La alcaldesa de Barcelona, pese a su pacto con el PSC, se alinea en lenguaje y símbolos con el independentismo. Y todo esto, sin olvidar que, además del Parlamento de Cataluña, el grupo parlamentario de Unidas Podemos, interpuso un ya desestimado recurso contra la aplicación del 155 ante el Tribunal Constitucional.

En expresión de un miembro de la ejecutiva del PSOE, Sánchez no quiere recurrir al recurso de incorporar al reducto del Consejo de Ministros el caballo de Troya que significarían ministros de perfil político cualitativo de Unidas Podemos. Porque continúa el socialista- implicaría la posibilidad de que ante una discrepancia seria se desatase una crisis de Gobierno que, incluso, diese al traste con la legislatura. Precisamente, la carta de los 66 suscrita por diputados y exdiputados del PSOE (algunos de ellos críticos con Sánchez) al grupo parlamentario del PP para que opte por el camino difícil pero honorable de la abstención en la investidura, se justifica en la política de Estado respecto de Cataluña que el presidente ahora en funciones quiere poner en marcha. Felipe González --muy renuente a valorar positivamente los comportamientos orgánicos y políticos de Sánchez- se ha abierto de capa con un apoyo taxativo a su actitud que ha valorado como correcta y, además, sensata, en referencia a la exclusión de ministros de Podemos en un futuro Ejecutivo.

Sánchez está demostrando una aridez temperamental conveniente en tiempos de convulsión. Tendría en su mano una investidura relativamente fácil, pero su propósito es jugar a medio y largo plazo, algo incompatible con resolver su minoría mayoritaria en el Congreso con un acuerdo de coalición con Iglesias, por más que éste, en un ejercicio de muy improbable coherencia, parezca dispuesto a suscribir un documento de acatamiento a las políticas de Sánchez que conciernan a Cataluña y a las relaciones exteriores. De tal manera que el líder de Unidas Podemos viene a reconocer que sus planteamientos y los del secretario general del PSOE están tan distanciados que requerirían garantías explícitas de lealtad. Este empeño morado por sentarse en el Consejo de Ministros suscita en Sánchez la sospecha de que los de Iglesias serían como los griegos escondidos en el interior del caballo que tan desavisadamente introdujeron los troyanos en su ciudad. Y que terminaron por destruir.