Artur Mas fue un irresponsable que puso en marcha el proceso soberanista. Terminó inhabilitado por desobediencia y con su patrimonio comprometido. Sus propios socios de la CUP lo arrojaron a la «papelera de la historia» en enero del 2016. Entregó su partido al desguace y no tiene ya retorno en la política catalana. Tampoco Carles Puigdemont, que fue un presidente temerario y, seguramente, ignorante. Incapaz de controlar el desaguisado de octubre del 2017, propició una balbuceante declaración unilateral de independencia y huyó a Bruselas dejando a buena parte de sus colaboradores sentados en el banquillo. Pese a su notoria cobardía, se comporta en la distancia como un autócrata que, además de purgar los restos del naufragio convergente, coloca en las listas electorales a su abogado y a su amigo de cabecera. Está procesado por un delito de rebelión y su horizonte es el destierro por muchos años o la prisión.

El caso de Quim Torra es el más patético. Ha asumido vicariamente -y con plena convicción de su papel subalterno- que debe calentar la silla a Puigdemont y es un ludópata político porque, visto lo que les sucedió a sus predecesores, hasta ahora ha venido jugando con fuego. Finalmente, se ha quemado y podría acabar como el «astuto» Mas: inhabilitado por desobediencia y, además, multado.

Torra se está encargando de mantener a Cataluña en el desgobierno y de protagonizar la degradación del proceso soberanista. Como buen ludópata, es también un tahúr de la política y juega con las apuestas más arriesgadas en un alarde de desconocimiento de los mecanismos de reacción del Estado. Sus dos últimos órdagos, en el breve espacio de ocho días, han sido fallidos. Lideró una manifestación en Madrid el pasado sábado y resultó que la iniciativa prestigió a la sociedad española y demostró que la rutina callejera del independentismo debe trasladarse de las calles de Barcelona al paseo del Prado para que sus decibelios no queden amortiguados por la rutina.

El presidente de la Generalitat de Cataluña ofreció a los madrileños la ocasión perfecta para mostrarse cívicos y democráticos. La capital de España se llenó de banderas secesionistas y lazos amarillos, Torra remedó la Oda de Joan Maragall («Escucha, España…»), y no ocurrió nada. Ni un solo incidente, ni un mal gesto, ni una hostilidad. Si la concentración soberanista fue una apuesta provocadora, Torra y los organizadores la perdieron. España soporta bien que a la Cibeles la adornen con la estelada.

La segunda apuesta de Torra ha sido más torpe que la concentración matritense. Sin cartas ganadoras, ha desafiado a la Junta Electoral Central, previo engaño a las bases independentistas ante las que ha manipulado al Síndic de Greuges impostando una resistencia que se ha demostrado inane y gesticulante.

Los ocho magistrados del Tribunal Supremo y los cinco catedráticos (de Derecho, de Ciencia Política y de Sociología) que con el secretario general de Congreso y el responsable de Instituto Nacional de Estadística, ambos sin voto pero con voz, integran el máximo órgano de la administración electoral, resolvieron en derecho que debían desaparecer lazos y estelades de los edificios públicos. Creyó Torra que era la ocasión para tunear con una cierta épica resistente su decepcionante deambulación política y pretendió burlar la resolución de la Junta Electoral Central.

El resultado ha sido un fiasco de proporciones sainetescas. Como ocurrió con la manifestación independentista en Madrid, que sirvió más a la realidad democrática de la sociedad española que a la protesta soberanista, el desafío a la Junta Electoral Central ha terminado por muscular al Estado en vez de debilitarlo. Y más aún: ha servido para acreditar que los juegos -hasta ahora gestuales y verbales- del presidente de la Generalitat están muy por debajo del umbral de la dignidad de su cargo y de la representación institucional que ostenta. Para muestra ahí está el último episodio de desafección hacia el esperpento al que ha derivado la política catalana: el PNV prefiere arriesgarse a perder su representación en el Parlamento Europeo a continuar asociado al PDECat de Puigdemont y Torra.

Instituciones secuestradas

Comienzan ya a percibirse con cierta gravedad los efectos económicos, sociales y culturales del fracasado proceso soberanista. Madrid supera a Barcelona en la mayoría de las variables de éxito, como explica documentadamente José Martí Font en su ensayo recientemente publicado Barcelona-Madrid. Decadencia y auge (ED Libros). Prolongar en modo zombi el tal proceso no trata de sostener un ideal político que por sí mismo es legítimo, sino de mantener a su clase dirigente que no puede dejar de pedalear. O continúa la estrategia de la tensión, por mucho que mute a la caricatura grotesca de la actual política catalana, o se enfrenta a una rectificación que requerirá de protagonistas bien distintos a los que ahora secuestran las instituciones catalanas en el zulo del irredentismo.

Anclado en el fracaso

Torra, por su esencialismo decimonónico, por su activismo ajeno a cualquier ambición de poder (no da órdenes ni a sus propios consejeros), por su política ludópata, es el hombre perfecto para que Cataluña siga, estatuariamente, anclada en el inmovilismo del fracaso.

Mientras, el Estado español -desconocido, despreciado y vapuleado por el separatismo- sin prisa pero sin pausa, se impone sea en el Tribunal Supremo, sea en la Junta Electoral Central.

Y desde algún despacho judicial aconsejaban ayer que el presidente de la Generalitat se leyera el artículo 456 del Código Penal, que sanciona al que impute un delito con temeridad y conciencia de la falsedad de la acusación. Mejor será que Quim Torra se ahorre la querella contra los miembros de la Junta Electoral Central.

Se le volvería en contra como un bumerán.