Es preferible no entrar en las quinielas para saber lo que va pasar. Me temo que ni los propios protagonistas, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, saben en este momento si habrá gobierno o volveremos a las urnas. Pero pienso que sí que hay que entrar en lo que está pasando. Las críticas genéricas a la clase política son esencialmente antipolíticas. Mejor evitarlas. Pero algo va mal, como diría el añorado Tony Judt, cuando podemos tener las cuartas elecciones en tres años y medio. Y una parte sustancial de este período lo hemos pasado con gobiernos en funciones. Primero de Rajoy, desde noviembre del 2015 hasta octubre del 2016. Y ahora de Pedro Sánchez, desde marzo del 2019 hasta finales de septiembre o primeros de diciembre en el peor de los casos.

A los ciudadanos nos resultan extraños estos períodos de inactividad que no se corresponden a nuestra experiencia de la vida cotidiana. En la familia, no podemos tardar siete meses en resolver un asunto urgente de nuestros hijos. En el trabajo, no suele pasar que venzan los plazos de entrega sin que se desencadenen consecuencias. En nuestras relaciones con la Administración, no se nos permite hacer dejación de las obligaciones cuando somos requeridos. Ni tampoco en el pago de los préstamos, gracias a una reforma constitucional «exprés», lo cual salvó al país de la intervención europea.

Las Cortes pudieron reunirse en pleno agosto del 2011 para recuperar a la prima de riesgo, pero no lo hacen para intentar elegir a un presidente del Gobierno. Hay que ser un gran fan de la política para empatizar con lo que está pasando, al margen de las ideologías y del sentido del voto de los ciudadanos.

Los colegas de la politología discuten durante estos meses si es necesaria una reforma constitucional para evitar situaciones de bloqueo como la actual. La normativa vigente es de las más garantistas de Europa.

Recuerden hace unas semanas cuando el nuevo primer ministro griego tomó posesión al día siguiente de las elecciones. En todo caso, el sistema de gestión de la investidura en España era el mismo en 1993, en 1996 o en el 2003 cuando se gobernó sin mayoría absoluta.

El problema, pues, no es el mecanismo. Aunque, como dicen los politólogos, el sistema actual «no da incentivos» para la negociación. Este es el punto donde se demuestra que la política, igual que tantas otras cosas, ha perdido el quicio, ha olvidado su razón de ser.

La regulación de la investidura responde en muy buena medida al espíritu de la Constitución de 1978, forzar el consenso evitando el bloqueo. Pero el tiempo ya no se vive igual en el siglo XXI. El calendario de las elecciones norteamericanas estaba pensado para recorrer el país en diligencia y aún está vigente. Ahora, todo va muy deprisa. De manera que el calendario de la investidura resulta extemporáneo, fuera del tiempo.

Los políticos se equivocan. En lugar de mitigar esta distancia con la gente, la acentúan con el rabo del ojo en la demoscopia, que es el instrumento, pero no la finalidad de la política. Pierden todos el quicio.