Un muy amplio sector político y social en España cuenta con los comportamientos obtusos y radicales de Joaquim Torra para que fracase la política de distensión del presidente Pedro Sánchez. El de la Generalitat concede la razón un día sí y otro también a quienes tienen diagnosticado el problema catalán como irresoluble, al punto de que, al serlo, carece de remedio. O que no cabe otro que el meramente paliativo, confiando en que la potencia del Estado termine por erosionar la capacidad de movilización e insurgencia del independentismo.

Y debe reconocerse que la contribución del activista Torra a las tesis más escépticas en Madrid resulta impagable. Son sectores, además, que saben del lastre que debe arrastrar el actual presidente de la Generalitat: el de sus escritos xenófobos que le desautorizan para reclamar a los demás el respeto a la diferencia que él constantemente reivindica.

Al paso que llevan los acontecimientos, la entrevista del próximo día 9 en la Moncloa entre Torra y Sánchez se encamina hacia el fracaso. Los esfuerzos del presidente del Gobierno para que el encuentro se produzca en un ambiente de distensión parecen despreciarse -o no valorarse- tanto por Torra como por su entorno más inmediato.

El presidente de la Generalitat, después de la ridícula indecisión sobre su asistencia al acto de inauguración de los Juegos Mediterráneos en Tarragona, ha roto enfáticamente relaciones con la Corona, a cuyo titular volvió a desairar el pasado jueves con motivo de la entrega de los premios que otorga la Fundación Princesa de Girona. Por si fuera poco, tras la visita oportunista de Pablo Iglesias a la Generalitat, las versiones sobre el contenido de la conversación divergieron casi radicalmente. Mientras el líder de Podemos aseguraba que Torra le había garantizado el abandono de las políticas unilaterales, el presidente de la Generalitat decía mantenerlas reivindicando «otro 1 de octubre».

El mismo día en que el Gobierno iniciaba los trámites para trasladar a los presos políticos preventivos a cárceles de Cataluña, el jueves se conocía el incidente de Joaquim Torra y la delegación catalana que le acompañaba en un festival cultural-folclórico en Washington.

Al mitin del presidente de la Generalitat denigrando al Estado español y a su sistema democrático -inoportuno, inapropiado y falto de consideración hacia los propios anfitriones, que suspendieron los discursos inaugurales- respondió en unos términos razonables el embajador de España, expresamente respaldado por la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, y el ministro de Exteriores, Josep Borrell. El presidente Sánchez, que quiere preservar cuanto sea posible un clima de distensión, se comportó con Pedro Morenés, nuestro representante en EEUU, como lo hizo con los desaires a Felipe VI: mirando hacia otro lado.

La paciencia de Pedro Sánchez es rocosa. No se sabe si lo es por puro voluntarismo o porque supone que el independentismo más radical está contrastando su capacidad de aguante. Pero sea lo uno o lo otro, los comportamientos de Joaquim Torra son objetivamente dinamiteros porque parecen pretender la implosión de los planes del Gobierno socialista para cambiar el signo de los acontecimientos en Cataluña.

Y si la crisis catalana no se encauza con un Ejecutivo de las características del que preside Pedro Sánchez, adquirirían toda vigencia las políticas del Gobierno anterior tan denostadas por los independentistas que contribuyeron con su voto a la caída parlamentaria de Mariano Rajoy y propiciaron la presidencia del secretario general del PSOE. Así están los términos de la cuestión.

Pero en el conjunto de España, van mucho más allá: si los movimientos que Sánchez está haciendo en el tablero político (también con el nacionalismo vasco) se valoran como inútiles o como ineficaces, el socialismo español resultaría terriblemente damnificado. La apuesta de Sánchez es de riesgo, muy superior a la del independentismo catalán si se aviniera a un replanteamiento razonable de sus reivindicaciones que siguen sustentándose en comportamientos faroleros: el secesionismo no tiene mayoría social, carece de apoyo internacional, ha fracturado la sociedad catalana y está perjudicando las posibilidades socioeconómicas del país.

El Gobierno ha reiterado que su disposición es clara: en una mano el diálogo y en la otra, la Constitución. El margen es amplio pero tiene líneas rojas. Si Torra se empeña en seguir colocando bombas de relojería en las políticas de Sánchez -que están siendo, por cierto, un tanto precipitadas y en exceso voluntaristas-, se arriesga a que se produzca en el Estado un repliegue defensivo con aún mayor determinación del que protagonizó con Rajoy y el PP. El independentismo en general -no sus núcleos fanatizados- ya sabe que Torra ha sido una trampa saducea impuesta por Carles Puigdemont; está al cabo de la calle de que sus salidas de pata de banco fuera y dentro de España le convierten en un dirigente inexperto y excéntrico y sospecha que la situación de desgobierno en Cataluña -la Generalitat es una institución instalada en la resistencia- acarreará una reacción social contraria al populismo separatista.

La oportunidad para que las cosas tengan una salida diferente la ofrece, entre el escepticismo general, la actitud de Sánchez. Torra puede seguir montando números y peleándose con la realidad, o atender a razones. Que elija.