Pedro Sánchez ha decidido jugársela. La remisión al Congreso de los Presupuestos se asemeja a un órdago a la grande en el mus, un juego de naipes en el que la psicología y la intuición juegan tanto como la bondad de las cartas que se poseen en cada mano que se reparte. El presidente teme un desalojo prematuro de la Moncloa si no dispone de cuentas públicas para este ejercicio. En todo caso, necesita ganar tiempo. Tiempo para recomponerse del descalabro de su partido en Andalucía y tiempo, sobre todo, para evitar un domingo electoral el 26 de mayo con cuatro urnas: europeas, municipales, autonómicas... y generales.

Los barones socialistas han reclamado una moratoria que permita salvar la primavera y acometer en mayo unas campañas no contaminadas por el debate nacional que generarían unos comicios generales. A cambio, ellos se comportarán sin agresividad con la política catalana del Gobierno. El grave peligro electoral es que si Sánchez logra ganarse la voluntad de los secesionistas y estos votan los Presupuestos se pasaría de un acuerdo en la moción de censura a un pacto de legislatura. Palabras mayores para un socialismo corresponsable de la aparición de Vox.

El miedo a acortar su permanencia en la presidencia del Gobierno se ha aliado con el pánico que se registra en las filas del independentismo catalán, cuyos 17 diputados en el Congreso son necesarios para que las cuentas públicas prosperen. Para el secesionismo, una convocatoria prematura de elecciones generales resultaría contraproducente. Las huestes del republicanismo independentista están desnortadas y sin liderazgos claros. También están enfrentadas, tanteando estrategias poco coincidentes. De ahí el llamamiento de Dolors Bassa para «no dejar caer a Sánchez». El soberanismo también necesita comprar tiempo.

Paso corto y vista larga

La probabilidad de que exconvergentes y republicanos permitan a Sánchez salvar el debate de totalidad de los Presupuestos es muy alta. Por el momento, se plantean dejar circular la propuesta de cuentas públicas en el Congreso sin comprometerse a darles el respaldo final. Se trata de ejecutar una política de paso corto y vista larga. Es decir, compromisos inmediatos observando el horizonte en el que aparece una recesión electoral de la izquierda española (PSOE y Podemos) y una emergencia de la derecha en sus distintas versiones, desde la extrema de Vox, a la dura del PP, pasando por la más templada de Ciudadanos. Pero, al margen de esas diferencias, ese bloque alternativo se comportaría como tal en la terapia política a Cataluña que sería terminante, muy alejada a la paliativa que ahora aplica Sánchez. Si el secesionismo y los socialistas pactan las cuentas, aunque solo sea para comprar tiempo, sellarán un acuerdo de legislatura.

El disenso que han ofrecido esas tres fuerzas políticas en la articulación de un pacto para gobernar Andalucía no afectaría al tratamiento político y legal que aplicarían a la crisis catalana. La derecha, en sus diferentes versiones, se percibe unitaria en el mantenimiento sin contemplaciones de la unidad territorial del Estado y, por lo tanto, en la aplicación de medidas que la preserven en una Cataluña en la que el fenómeno separatista -aun en el desconcierto de los dirigentes secesionistas- se muestra persistente.

Miedo en el horizonte

Entre Sánchez y Pablo Iglesias, y Pablo Casado y Albert Rivera, los independentistas no tienen la más mínima duda: prolongar tanto cuanto se pueda el mandato del secretario general del PSOE soportando, incluso, la enorme presión del proceso penal en la Sala Segunda del Supremo cuyas sesiones en febrero coincidirán con el debate de totalidad de los Presupuestos. No será fácil permitir que las cuentas públicas de Sánchez se tramiten en coincidencia con los interrogatorios de los 12 acusados por los hechos de septiembre y octubre del 2017 en Cataluña, pero -a salvo de que Carles Puigdemont y Quim Torra intenten una maniobra dinamitera- en la Moncloa se cree que Joan Tardà y Carles Campuzano sabrán soportar la presión.

El miedo guarda la viña, pero entramos en una fase de fortísimo estrés político porque, para el presidente, negociar las cuentas con los independentistas es un hándicap importante en una España en la que se proyecta con fuerza la sombra del ultranacionalismo español que tiene mucho de respuesta al catalán. Para los secesionistas, los riesgos no son menores porque sectores amplios del movimiento -la ANC y la CUP por ejemplo, pero no solo- mantienen planteamientos de máximos: unilateralidad, movilizaciones, internacionalización de sus objetivos y relación a cara de perro con el Estado.

El temor es un sentimiento extremadamente conservador y llega a resultar paralizante. Cuando no se sabe cuál es el paso siguiente, ni qué ocurrirá mañana ni de qué modo podrían reaccionar los electorados, la apuesta más segura consiste en dejar las cosas como están, en prolongar, aunque sea de modo precario, el estatus quo. En otras palabras: socialistas e independentistas se refugian en la habitación del pánico ante la posible entrada en las zonas de poder de una derecha en tres versiones, una de ellas (Vox) con una acreditada capacidad para tensionar el ambiente, aglutinar a los cabreados (que son muchos) y condicionar a sus posibles compañeros de viaje.

El independentismo catalán está demasiado débil como para soportar a una derecha de esas características. Sánchez es la opción, de momento. Y Sánchez lo sabe. E incluso baraja que, al final, el soberanismo catalán le apruebe las cuentas para alcanzar junio del 2020. El presidente ha comenzado un road show para lograrlo. Y nada es ya imposible en la política española. Aunque un posible acuerdo presupuestario como el que plantea el Gobierno sea de alto riesgo para sus firmantes.