El mes de agosto ha sido engañosamente inactivo desde el punto de vista político. La cuestión catalana ha estado presente en los análisis veraniegos y, en particular, del Gobierno, de manera singular en la reunión informal del equipo de Pedro Sánchez en la finca de Quintos de Mora. También en los partidos políticos, que han ido bosquejando las estrategias ante este otoño que abrirá el martes Joaquim Torra con una «combativa» (sic) conferencia. La expectativa es que el presidente de la Generalitat confirme el diagnóstico de las reflexiones matritenses: Cataluña ha entrado en una crisis sistémica, es decir, que afecta a todas las facetas de su funcionamiento.

Es sistémica la desinstitucionalización del país. El Parlament, sin plenos hasta octubre, es el epítome de la neutralización sectaria de las instituciones. La Generalitat está al servicio de la causa independentista como objetivo de solo una parte de la sociedad catalana que trata de opacar a la otra a través de la hegemonía amarilla. Algunos logros de la política de apaciguamiento de Sánchez resultan solo apariencias.

‘Embajadas’

Lo fue la reunión de la comisión bilateral a la que Torra envió al responsable de relaciones exteriores de su Govern, Ernest Maragall, con un orden del día (presos y referéndum) que neutralizó cualquier acuerdo. La inasistencia del Gobierno catalán a la Comisión de Política Fiscal y Financiera adelanta también que la Generalitat no está por la labor de regresar a los órganos multilaterales; y la negativa a discutir el día 6 en la Junta de Seguridad el conflicto de los lazos amarillos implica una grave confrontación con Interior.

Por otra parte, y aunque el Gobierno ha manifestado su voluntad de no judicializar las relaciones con Cataluña, Josep Borrell no ha tenido más remedio que impugnar las condiciones de la apertura de siete embajadas catalanas en otros tantos países. En definitiva, la Generalitat está en un proceso de vaciamiento de las instituciones propias y de distanciamiento irreversible de los órganos de coordinación y relación con el Estado.

En estas circunstancias, la reunión de Torra y Sánchez en la Moncloa el pasado 9 de julio parece ahora como un espejismo, pese al esfuerzo del presidente del Gobierno en que no lo fuera. La embestida del secesionismo contra la Monarquía, se explica, además, por sí sola. Esta situación ha aconsejado a Sánchez advertir veladamente desde Bogotá, el jueves, de un nuevo 155 si se pasa del dicho al hecho.

A la desinstitucionalización catalana ha de añadirse la ruptura del paradigma de la convivencia aquejada de una tensión que no solo se manifiesta en el conflicto de los lazos amarillos (se ven también en Bilbao), sino en el discurrir habitual de la vida social. La negativa de los independentistas a admitir la erosión de la calidad democrática en Cataluña es similar a la que proclamaba Artur Mas cuando aseguraba que la banca no se iría del país ante una posible independencia unilateral.

Si las instituciones están congeladas o directamente abandonadas por las autoridades de la Generalitat y los partidos separatistas, las características que quisieron definir el modo de convivir en Cataluña -un sol poble- se han dinamitado de una manera constante, al tiempo que la ruptura interna entre los partidos secesionistas traslada una sensación de convulsión generalizada.

Cuando en las próximas semanas, Carles Puigdemont ponga en marcha sus dos iniciativas (el Consell de la República y la Crida), Cataluña entrará, además de en otro proceso subversivo respecto del marco constitucional y estatutario, también en una confrontación ideológica de carácter ciudadano que terminará por abrir la brecha que ya se percibe con todo su dramatismo en estas últimas semanas.

El fondo de la cuestión sigue siendo lo que Antón Costas definió hace unos días como un «golpe parlamentario revolucionario» en el que se impuso una ruptura unilateral de las reglas del juego democrático con la aprobación de las leyes de desconexión el 6 y 7 de septiembre de 2017. De ese episodio parlamentario se cumple esta semana entrante un año. En estos 12 meses los actores políticos principales tanto en Barcelona como en Madrid, han cambiado y los acontecimientos, pese a la intentada desinflamación del Gobierno socialista, no se han desenvuelto de manera positiva.

Los síntomas económicos comienzan a manifestar también las consecuencias de un marco institucional, político y social deteriorado. Aunque el crecimiento económico español se debilitará este año y el próximo (estará en el entorno del 2,2%), el mercado turístico e inmobiliario en Cataluña registra peores cifras que la media española en lo que no pocos expertos consideran es la primera fase de las consecuencias materiales del proceso soberanista, entre las que se registra la huida de decenas de millones de euros en depósitos. Barcelona, por si fuera poco, ha perdido reputación como capital europea y la batalla por la alcaldía de la ciudad se perfila como una de las más descarnadas de todas las que han de afrontarse en los próximos meses.

Nuevos comicios

En este contexto de crisis sistémica no pueden descartarse nuevos comicios que, de convocarse, buscarían la coyuntura de mayor tensión, coincidente con el juicio oral ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo de los políticos presos por los hechos de octubre de 2017. Y todo esto ocurre, en buena medida, porque la dirigencia independentista, en la cárcel o huida, tiene poco que perder.

De ahí que Javier Cercas haya escrito el 19 de agosto (El creador del caos) las siguientes frases: «El ejemplo de Puigdemont es de nuevo evidente: ahora mismo, o monta otro pollastre de collons, solo que más salvaje que el anterior, o le esperan 20 años de destierro». El escritor ofrece una de las claves de la crisis sistémica catalana.