Se atribuye a Bismarck (1815-1898), artífice de la unificación alemana, la opinión según la cual «España es el país más fuerte del mundo; los españoles siguen intentado destruirlo y no lo han conseguido». Ignoro si la reflexión es auténtica o atribuida arbitrariamente a esa gran figura histórica que pudo contemplar privilegiadamente nuestro convulso siglo XIX. En todo caso, la apreciación es certera porque de manera recurrente se viene registrando en nuestra historia una inclinación iconoclasta y destructiva en las élites dirigentes.

Guste o disguste, la caída parlamentaria de Mariano Rajoy y la presidencia subsiguiente de Pedro Sánchez han generado un cúmulo de expectativas positivas multiplicadas estas por la formación de un Gobierno transversal y de amplio espectro, con personalidades que, en general, ofrecen un perfil técnico cualificado. La respuesta social a esta operación política la están detectando ya las encuestas como la de este viernes de este diario. La ecuación que se imponía hasta hace un par de semanas era la victoria de Ciudadanos y un pelotón perseguidor de Albert Rivera formado por PP, PSOE y Podemos.

Ese estado de opinión ha variado a otro en el que ganan los socialistas con nitidez. Pedro Sánchez estaría logrando atraer a un alto porcentaje de voto por su izquierda y seduciendo a electores por su flanco derecho. Los primeros procederían de Podemos y los segundos de Cs.

Se trata de una coyuntura que todavía es inestable porque ni Sánchez ni su Gobierno se han asentado y estamos en la fase de gestos y propósitos. Algunos de alto valor: el acogimiento de los migrantes del Aquarius; la reversión inmediata de las restricciones a la sanidad universal o la también próxima retirada de las concertinas en las fronteras de Ceuta y Melilla con Marruecos. El impacto positivo de esta gesticulación gubernamental compite con el escepticismo de los que consideran que, en realidad, estamos ante una operación de marketing previa a una convocatoria electoral en la que el PSOE estaría adelantando la campaña, a sabiendas de que entre las intenciones y las decisiones existe un trecho para el que este Gobierno no está suficientemente equipado.

El país y el Estado están cogidos con alfileres. Y esta semana se ha comprobado de manera casi paradigmática. No tiene precedente que un miembro de la familia de un Rey parlamentario sea condenado por cinco delitos y deba ingresar de inmediato en la cárcel. España da la nota: Iñaki Urdagarin. No teníamos noticia en 40 años de democracia de un ministro que durase en su cargo apenas una semana. Màxim Huerta lo ha conseguido. Tampoco se registran antecedentes de que un seleccionador nacional haya sido destituido a 48 horas de arrancar un mundial de fútbol por el máximo responsable federativo. Luis Manuel Rubiales, gestor del deporte rey en España, fulminó, ególatra él, a Julen Lopetegui. Y, en fin, en ninguna insurrección, haya sido pacífica o violenta, se tiene cuenta de que una de sus dirigentes la haya calificado como una partida de póquer en la que se jugaba de farol. Clara Ponsatí, fugada de la justicia, lo ha hecho desde Escocia.

Todos estos, y algunos más, son personajes banales y destructivos porque, desde su responsabilidad, cuyo alcance real desconocen, deterioran las estructuras de la convivencia (que son institucionales) y erosionan las expectativas de futuro. Urdangarin ha hecho un daño -no se sabe si irreparable- a la Corona; Huerta -desleal en su silencio sobre sus problemas con Hacienda-, al Gobierno de Sánchez; Rubiales, con el concurso de Florentino Pérez y del propio Lopetegui, a la selección española, que es uno de los pocos elementos aglutinantes de la sociedad española y que ha empezado con mal pie en Rusia; y Ponsatí ha corroborado el espíritu estéril y también autodestructivo del procés.

La moción de censura que tumbó a Mariano Rajoy y a su Gobierno y que desalojó del poder al PP, episodio también sin precedentes, y el ambiente esperanzado que parece adueñarse de la opinión pública no es una improvisación. Se trata de un cambio que eclosiona tras una latencia larga pero sostenida. Le precede una década que José Pablo Ferrándiz, politólogo, sociólogo y doctor en Gobierno y Administración Pública califica como el «gran cambio hacia el cuatripartidismo en España» en un libro (editorial Biblioteca Nueva) muy interesante que detecta los síntomas sociales a través de la demoscopia y el análisis de los procesos electorales desde el 2008 hasta el presente. Escribe el autor que «las señales del cambio estaban ahí».

¿Quién y cómo se han leído? Insisto, guste o no, el vuelco que representa la sustitución de Mariano Rajoy por Pedro Sánchez tiene ingredientes catárticos para todos los actores políticos, especialmente para los partidos que ya son cuatro rebasando -veremos en qué medida- el bipartidismo imperfecto anterior.

En este contexto ha surgido esperanza que pronto reclamará urnas pero, antes, un tiempo de restauración institucional y cívica en el que el comportamiento público dinamitero, además de perverso, resulta ya intolerable para una ciudadanía que apunta desde hace años a una rehabilitación de los valores democráticos. En esa perspectiva, la bismarckiana España autodestructiva produce aversión.