Fue un cuplé y pasó a ser el himno de la Legión. Se canta fervorosamente por los militares que pertenecen a este cuerpo durante el traslado del Cristo de la Buena Muerte en la Semana Santa de Málaga. Es muy respetable mientras El novio de la muerte sea una cantata simbólica en el ámbito castrense. Más cuesta entenderlo en el confesional. Pero sea también. Sin embargo, de ninguna manera en el político, en el civil, en el social. Porque cuando una fuerza política considera la muerte como «una leal compañera», entramos en la España negra, en la pictórica de José Gutiérrez-Solana con evocaciones goyescas, y en la anterior, inquisitorial. En la España de la reacción, absolutista y absorbente de las esencias del casticismo.

Escribía sobre él -sobre el casticismo- mi ilustrísimo paisano Miguel de Unamuno, y lo hacía en 1895, aduciendo que «atraviesa la sociedad española honda crisis; hay en su seno reajustes íntimos, vivaz trasiego de elementos, hervor de descomposiciones y recombinaciones, y por de fuera, un desesperante marasmo. En esta crisis persisten y se revelan en la vieja casta los caracteres castizos, bien que en descomposición no pocos».

El casticismo político es una forma de marasmo ideológico. Es una renuncia a la evolución, al acompañamiento de los tiempos y al afán de ir haciendo historia dejando que el pasado lleve al futuro. Y en ese terreno de marasmo es donde se mueven los peores extremismos en España. Por el que deambula Vox y sus simetrías extremas en las antípodas, con otras mañas pero iguales propósitos.

Error de diagnóstico

Es cierto que los ultras de Santiago Abascal solo -hay que utilizar la cursiva para enfatizar el adverbio- han logrado 24 escaños en el Congreso cuando sus expectativas -y de muchas encuestas- superaban los 30 y hasta los 35. Iba a ser un tsunami y se ha quedado en una ola. Pero las galernas empiezan con una ligera brisa que muta a ventarrón.

En Francia, el Frente Nacional sacó la cabeza en 1984 con el 10% de los votos y ahora es la segunda fuerza política en la Asamblea Francesa. Ha ocurrido lo mismo en otros países: el populismo nacionalista penetra suave pero se instala definitivamente en el sistema. Si se produce una mimesis de discurso y de actitudes por parte de los partidos de la derecha democrática -como ha ocurrido en España-, el peligro es mucho mayor.

Cuesta entender que Pablo Casado, y en menor medida Albert Rivera, hayan podido suponer que aquellos que en sus mítines entonaban El novio de la muerte disponían de capacidad persuasiva sobre un sector social importante en nuestro país. El error de diagnóstico -llevados por el espejismo andaluz- ha sido de consecuencias extraordinarias. No solo para la potencia parlamentaria de PP (descalabrado) y Cs (no sobrepasa a los populares). Ha tenido unas repercusiones gravísimas en Euskadi y en Cataluña.

En el País Vasco la derecha española ha sido absorbida por el PNV y el PSE (no ha obtenido ni un solo diputado; tampoco Vox) y en la comunidad catalana, entre las «tres derechas» han sumado solo 7 escaños de los 48 que Cataluña envía al Congreso. Correlativamente, el nacionalismo vasco se ha incrementado (Bildu ha doblado su representación: de dos a cuatro diputados), mientras que en tierras catalanas el PSC ha acogido el voto catalanista de una derecha moderada que no ha confiado ni siquiera en Inés Arrimadas, que está en donde estuvo en el 2016.

El esencialismo es una forma de necrofilia política que enlaza con la muerte como «leal compañera». Porque es una doctrina que sostiene la primacía de la esencia sobre la existencia. Por eso es típicamente nacionalista y se sostiene en la tesis de Johann Herder según el cual, «puesto que el hombre nace de una raza y dentro de ella, su cultura, su educación y mentalidad tienen carácter genético. De ahí esos caracteres nacionales tan peculiares y tan profundamente impresos en los pueblos más antiguos que se perfilan tan inequívocamente en toda su actuación sobre la tierra».

Ideas estas que suscriben -sin saber quizá su origen- no solo los dirigentes de Vox, sino también los sabinianos vascos y los más iluminados «herderistas» del nacionalismo catalán.

No habrá derecha democrática en España si no se produce una revisión táctica, estratégica y de discurso que se desprenda de cualquier pulsión escatológica, de cualquier «realidad última» y radical. Ese es el mundo de ayer, lo que fue, pero no lo que es ni lo que va a ser. La hermenéutica de los dirigentes políticos de la derecha ha fallado y su trayecto ha sido suicida. El 28-A puede explicarlo Casado por la fragmentación. Y tendrá razón. Pero su éxito, y el de Rivera, consistía en evitarla borrando del mapa -democráticamente- al factor divisor: Vox. No lo han hecho y han perdido. No sería gravísimo el fracaso -n política resulta cíclico- si con él no hubiesen alimentado el «ultrismo» y suministrado una buena dosis de cortisona a la arteriosclerosis ideológica y política de otros extremismos.

Promesa imprudente

Por lo demás, el «programa» de las derechas para Cataluña consistía en la aplicación inmediata de medidas de intervención al amparo del artículo 155 de la Constitución. Pues bien: el Senado, que es la Cámara que debe autorizar las medidas gubernamentales amparadas en ese precepto, y hacerlo por mayoría absoluta, ha caído en manos del PSOE, de tal manera que ni siquiera la imprudente promesa que hicieron a los electores sobre su «plan catalán» es ahora viable. En definitiva: El novio de la muerte, para la Legión y para la Semana Santa, pero no como símbolo musical y versionado de una política contemporánea.