El incremento de la participación en las elecciones europeas es, quizá, la noticia más importante de la jornada electoral del 26 mayo. A pesar de la inexistencia de un demos europeo y, por tanto, de un vector movilizador unitario, y las peculiaridades de cada Estado, lo cierto es que un porcentaje de participación de estas dimensiones (50,5%), no se recordaba desde 1994, cuando se alcanzó el 58,98%.

Todavía es pronto para aventurar conclusiones firmes, sin embargo, los resultados apuntan varios ejes de reflexión. El primero de ellos, el fin de la hegemonía de socialistas y populares en el Parlamento, pero también en el Consejo.

La construcción del proyecto europeo se realizó sobre las propuestas de estas familias de posguerra. Ese modelo ha terminado. Esta Europa ha dejado de ser aquella Europa. El consenso permisivo ya no funciona. Las crisis de diversa naturaleza que han hecho tambalearse el proyecto europeo junto con las respuestas vintage proporcionadas por los partidos tradicionales, en los ámbitos nacional y europeo, hicieron la brecha entre élite y ciudadanía insalvable. La principal consecuencia, la aparición de partidos que impugnaban el modelo y la falta de respuestas por parte de la clase política tradicional. La reacción fue el desplazamiento del eje ideológico hacia la derecha para intentar frenar la fuga de votos hacia partidos euroescépticos.

El resultado de tal deslizamiento se ha materializado en el crecimiento de verdes y liberales en detrimento de socialistas y populares, al continuar con una defensa férrea de cuestiones como cambio climático o regeneración democrática. El fantasma de los partidos nacionalpopulistas se quedó en una sombra y la izquierda ha caído sustantivamente. La nueva Cámara no solo será la más fragmentada, sino también la más equilibrada en número de escaños entre los grupos políticos.

El segundo se refiere a las consecuencias de una mayor fragmentación e igualdad entre los grupos parlamentarios. A partir de hoy la politización de la UE es inevitable. En el Parlamento los grupos tendrán que negociar políticamente las posiciones procedentes del Consejo y esto hará que las resoluciones se tornen menos ambiguas y más políticas. La posibilidad de alianzas estables se ha desvanecido y ahora las geometrías variables serán las que jueguen su partida en función de intereses nacionales y partidarios en función del tema.

Y el tercero, el inaplazable proceso de democratización de la UE que termine con el déficit democrático que arrastra desde el minuto uno de su creación. Los ciudadanos ya no quieren que Europa decida por ellos, que les tutele, quieren ser ellos los que marquen la agenda política. El consenso permisivo ya no funciona.

Es, por tanto, el momento de decidir si lo que queremos es un aparato supranacional controlado por los Estados, o si, por el contrario, la radicalidad democrática debe ser el objetivo. Sin duda, hay muchos intereses económicos y políticos que no apuestan por lo último y, sin embargo, quizá de esta decisión dependa la propia supervivencia del proyecto.