¿Se puede ser del Barça y alegrarse cuando gana el Real Madrid? ¿Puede uno decir que no le gustan los toros e ir a la última corrida en la Monumental y salir a hombros como el torero? ¿Se puede atacar la línea de flotación del aliado político con el que se aspira a gobernar? ¿Se puede recomendar a Kant sin haber leído nada de él? Albert Rivera puede. Serán los electores quienes juzguen si es un líder confiable que cabalga sus propias contradicciones o un político que esconde su verdadera identidad en pos de conquistar más votos.

El presidente de Ciudadanos (Barcelona, 1979) es hijo de autónomos, lo recuerda siempre, padre catalán y madre malagueña. Campeón de Cataluña como nadador de braza y jugador de waterpolo en su etapa universitaria, estudió Derecho, trabajó en La Caixa y, como adelantó este diario, formó parte de Nuevas Generaciones del PP antes de fundar el partido en el 2006.

En las autonómicas catalanas de ese año consiguió tres diputados con un controvertido cartel en el que aparecía desnudo. El partido, construido en torno a su figura, nació socialdemócrata y pasó a denominarse liberal, siempre más arriba en las encuestas que en las urnas, para frustración del Ibex que le había mimado.

Los sondeos lo veían vencedor de las elecciones del 2015 y quedó cuarto. Tras el impacto contra la realidad, se fue recomponiendo y justo antes de la moción de censura el dirigente catalán acariciaba, de nuevo, el sueño de ser presidente. La maniobra de Sánchez le cogió a contrapié y ya no remontó.

Hasta esta semana, cuando dio un golpe de efecto. Atacó a Pablo Casado, con quien aspira a gobernar en coalición, durante los debates electorales y fichó al sucesor de Cristina Cifuentes en la presidencia de la Comunidad de Madrid, Ángel Garrido. Salió de los platós de televisión eufórico, apretando el puño. Fue carne de memes. Las redes se burlaron sin piedad de su minuto de oro: “¿Lo oyen? Es el silencio”.

Rivera (divorciado) cuenta que hace equilibrios para conciliar y poder pasar más tiempo con su hija Daniela, que le pide a toda hora que adopte a un perro. Y cuenta, también, que le cuesta negarse, porque él tuvo a una gata, que se llamaba Grisley, por los dibujos animados El bosque de Tallac.

Rivera se considera “efusivo”. En el Congreso transmite nerviosismo, impaciencia, inquietud. Se ha convertido en azote del independentismo, en defensor de un liberalismo de manual de autoestima por fascículos. A saber: los que se esfuerzan progresan. ¿Y a los que no?