Quiero empezar confesándote algo, amigo lector, que al igual que Martin Luther King yo también tuve un sueño, allá en los años cincuenta, cuando decían que los maestros teníamos dignidad pero protagonizábamos el popular dicho, «tienes más hambre que un maestro escuela», y cuando se decía, que los alumnos eran disciplinados, respetuosos, pero tenían cuadras por aula y su disciplina, su respeto, quedaban reducidos a sumisión, miedo, silencio y receptividad sin réplica a una autoridad que iba marcando los pasos a seguir para lograr individuos impersonales, sin mente para pensar, sin voz para opinar.

Sí, amigos míos, a pesar de las enormes dificultades, yo también tuve un sueño que ha sido, y lo seguirá siendo, una constante en mis noches y en mis días. Un sueño que se remonta a mi infancia, a mis juegos infantiles, cuando por las aceras y poyetes callejeros, enseñaba a leer a niños pobres. Yo tuve un sueño: que los niños y niñas andaluces, españoles, se formaran en aulas de primera para ser ciudadanos de idéntica categoría. Que los maestros entendiéramos que no importan tanto lo que nos proponemos dar a los alumnos, como lo que en realidad esperan de nosotros, que nuestro trabajo, dentro y fuera de las aulas, vaya siempre en la dirección de atender la diversidad, la individualidad, de entender y asumir los cambios, sinónimo de progreso. Y mis sueños iban en la dirección de hacer una escuela creativa, ilusionante, donde los alumnos se sintieran felices con proyectos asequibles a sus posibilidades, con sugerencias, estrategias a medida de cada uno. Y ese sueño tiene nombre: esperanza, sí, ilusión que sigo manteniendo porque el futuro de nuestros alumnos, el futuro de la educación en nuestra autonomía, en España, lo digo con el corazón, lo digo con el alma, nuestra esperanza siempre está en manos del magisterio.