Al llegar a un nuevo destino, como sigue siendo bastante normal, al último maestro que llega le suelen asignar el curso más conflictivo y numeroso. Así me tocó un cuarto de EGB con cuarenta y cinco alumnos a cual más difícil y problemático. La verdad es que me llegaba a sentir tan impotente que lo expuse en el Claustro, proponiendo que algunos se repartieran o cambiaran en cursos paralelos, cosa posible y conveniente. Pero la respuesta fue, por unanimidad, un no rotundo, por lo que acepté y, pensando, encontré una estrategia o método de estudio que los complicó a todos, incluso con matices de competitividad: me quise convertir en alumna más que en maestra. ¿Qué como es eso? Os cuento: cuando nos tocaba alguna lección algo complicada como, por ejemplo, la de la función clorofílica de las plantas, con el libro abierto, les dije: la lección de mañana me la tengo que repasar porque no entiendo cómo puede ser que todos los seres vivos, personas, animales y plantas necesitemos para vivir el oxigeno de la atmósfera y nuca se acabe. ¿Dónde estará la fuente del oxígeno que no se agota? A ver si mañana alguno sabe algo que le explique su padre, hermano mayores, etc. Yo le dejo mi sillón y que lo explique. ¡Madre mía, qué éxito lo del sillón! Más de la mitad de la clase lo quería explicar. Todos aportaron algo, pasando por el sillón, y yo les dije: ¡qué buenos maestros sois! De ahora en adelante me vais a dar muchas lecciones. ¿En el sillón? -preguntaban- sí, claro, en mi sillón -les contestaba-. Pero tú lo sabes todo -dijo una niña-. Todo, no. Hay cosas que se me han olvidado y otras que las tengo que estudiar por primera vez. No fue aquella la única vez, porque cuando iniciamos nuevos temas y yo les proponía algo en clase, siempre había quién decía: eso lo sabe mi padre, mi abuelo, etc. A esto le llamo yo minipedagogía, porque con algo tan sencillo como ocupar el sillón del maestro por unos minutos, era detonante de motivación y aprendizaje.