Son ya decenas de años escribiendo sobre educación y refiriéndome casi por igual a la importancia de la familia como a la de los maestros.

Y siempre, sobre todo, cuando me dirijo al magisterio, dos ingredientes se aúnan como si fuera la primera vez: ilusión y amor.

Y es que hablar del maestro es algo tan delicado, tan importante y trascendente que siento como si mis mejores palabras no sirvieran ni tan siquiera para esbozar los sentimientos que, desde niña, han anidado en lo más profundo de mi ser sobre esta profesión que, sin ejercer de maestro, me transmitió el mejor de los maestros: mi padre.

Es por ello que en mis largos años de trabajo en las aulas lo he tenido siempre claro: ser maestro de escuela es lo más trascendental que se puede ser en la vida, porque entraña una inquietud constante por hacer correr la llama del saber, conscientes de que la cultura es uno de los mayores bienes que podemos legar a la humanidad. Donde haya un hombre culto, habrá un germen, una fuerza viva capaz de fermentar, en sobres nuevos, nuestra sociedad tan corrompida de egoísmos que inevitablemente nos arrastran para defender, proteger y salir a flote con nuestras individualidades. Ser maestro de escuela es gozar del privilegio de poderconducir a los alumnos hasta el umbral de sus propias mentes donde yacen adormecidas las auroras de sus entendimientos. Ser maestro de escuela es respetar la individualidad y creatividad ilusionada y expectante, de cada uno de los alumnos, olvidados de un tradicional y malsano paternalismo que engendraba individuos sumisos, impersonales, receptores de la escala de valores, implacable, patriarcal y dominadora, de sus maestros. Ser maestro de escuela es notar que, de una manera natural, sencilla y transparente, fluye del alma, contagiosa, la felicidad, la alegría, el amor, la generosidad y la empatía.H