Hace años, el primer día de clase, un pequeño lloraba sin consuelo. Lo cogí en brazos y traté de tranquilizarlo. Cuando me di cuenta, se había quedado dormido. Como pude, lo sostuve en medio de la algarabía propia del día. En unos minutos abrió los ojos y exclamó: ¡Me voy a jugar mamá! Nunca he podido olvidar aquellas bellas palabras dichas tal vez por casualidad, pero mi reflexión la creo válida para estos primeros días. Al entrar, dijo el maestro: no vengo a enseñar, sino a cultivar; no vengo a imponer, sino a compartir; no vengo a vigilar, sino a acompañar (B. Cano). Y es justo lo que yo creo deben ser los grandes y primeros objetivos del maestro. Y hoy, como hermana mayor, me permito opinar. Estos días, queridos maestros, volvéis a ser protagonistas para miles de alumnos que volverán a las aulas con las mochilas repletas de expectativas, como mínimo, para comenzar o continuar una andadura maravillosa como es la de aprender. Y en el umbral de este estrenado día, mirad más a sus ojos que a sus costosos libros. Proponeos ser guías que vayáis despejando de malas hierbas el difícil camino del aprendizaje, causa tal vez, que les impida ver el horizonte, quedando perdidos en la oscuridad de un mundo empeñado en dar por finiquitados los amaneceres y hacernos caer en la trampa de ocasos sin remedio.

Nuevo curso, nuevos o viejos alumnos. Que lo importe, insisto, sea conocer sus caras, sus nombres, vidas, antes, mucho antes que su número. Importante esa primera sonrisa que todos y cada uno esperan, y esas primeras palabras de acogida que no defrauden la carga de sueños que llevan sobre sus espaldas. Importante humanizar antes que tecnificar, ilusionar, antes que enseñar, individualizar antes que generalizar. Valoradlos, amadlos sin vara de medir y así «soñarán y despertarán» con la palabra mamá en los labios.