Son muchas las veces que he repetido que el mayor número de experiencias vividas y aprendidas han tenido como remitentes los propios niños. Recuerdo al respecto que uno de mis nietos, al que cada día acompañaba, cuando caminando preveía alguna dificultad y trataba de ayudarle, repetía, yo solito. Y solo, si bien vigilado por mí, gozaba el placer de superar dificultades, de aprender por él mismo. No obstante, el aprendizaje en las aulas, para la gran mayoría de alumnos, es un auténtico suplicio por la gran inmovilidad que supone, por la estricta disciplina que se les exige, por los densos contenidos a los que acceden sin comprender, por las complejas tareas que se añaden para su tiempo de ocio, etcétera.

No quiero decir que los alumnos puedan campar por sus respetos haciendo cada uno lo que le venga en gana, ¡ni mucho menos!, sino por parte del maestro, que sea realidad aquello que dice: cuando enseñar es un arte, aprender es un placer. Y es que los conocimientos no se adquieren por ósmosis ni se transforman en arsenal de metas logradas por el mero hecho de haberlos expuesto en clase y obligado a su estudio. Insistentemente he trabajado siempre en estrategias que favorezcan el cambio necesario para que la atención en clase, el estudio, el aprendizaje, en definitiva, deje de ser el fantasma que día y noche persiga, acose y hasta deprima a nuestros alumnos.

El aprendizaje tiene que llegar dado por el placer de aprender, de saciar curiosidades, por la necesidad y el convencimiento de que algo es valioso, necesario, imprescindible para ser personas capacitadas, preparadas en una sociedad que exige una despiadada competitividad. En definitiva, el aprender tiene que ser algo deseado de forma totalmente autónoma, porque mientras tan sólo sea una exigencia con la cual salir del paso, estaremos fracasando todos.H