Estoy convencida, y así lo he practicado y reivindicado desde todos los medios a mi alcance, que la verdadera pedagogía, aquella que libera del fracaso y logra autoestima, tan imprescindible para que el ser humano, en la medida de sus capacidades, sea un triunfador, debe estar basada en tres pilares: amor, ilusión y creatividad.

Posiblemente, cada uno de ellos precisaría todo un tratado de pedagogía, aunque todo se podría resumir en una sola palabra que ha sido dominante en mis años presenciales en las aulas: creatividad. Concepto que debe ser entendido como la práctica de una educación concebida con respeto absoluto a la unicidad y convencimiento pleno de que todos los alumnos pueden y deben sentirse valiosos, si bien entendiendo que jamás en educación uno más otro dará como resultado dos.

Es decir, que hay que tratar de suprimir del lenguaje de un maestro, y máxime de sus actitudes, la palabra más o menos, ya que el aprendizaje puede ser cualquier cosa menos una maratón de meta única, o dos signos matemáticos. No todos los alumnos pueden correr en la misma dirección ni hacia la misma cima, pero, eso sí, todos y cada uno tienen que llegar al convencimiento de sus competencias y posibilidades para lograr éxito en un futuro laboral y, sobre todo, éxito y confianza en sí mismo para afrontar los grandes retos que le deparará la vida.

Es lamentable el espectáculo de una sociedad como la nuestra, que a mí, particularmente, se me antoja eclipsada en un desánimo sin salida.

Falta entusiasmo, falta confianza, falta más que nada, creatividad para emprender caminos nuevos, caminos luminosos, caminos, en definitiva.