En una ocasión me llegó al aula un lote de libros regalo, no recuerdo si del Ayuntamiento o de la Consejería de Educación, para lectura de alumnos de cuarto de EGB. Abrí el paquete, un tanto extrañada pues no son usuales tales regalos, y me encontré treinta libros, cuadrados, de tamaño pequeño con letra muy menuda e interlineado sencillo. Comprendí rápidamente que no eran libros para niños. Además, el tema eran historias de monumentos de Córdoba que para nada iban a ser de interés para aquellos niños. De ninguna manera podía pedir a los alumnos que los leyeran de forma comprensiva. No se trataba solo de los temas, eran palabras, renglones, tipo de letra, ilustraciones etc. etc. que hasta para mí venían a ser como un paisaje de agua negra y estancada en una pequeña laguna. No obstante, estaba previsto, como objetivo, una especie de evaluación acerca del contenido. Y se me ocurrió una estrategia: los niños, observadores de todo habían visto llegar el paquete, habían visto que se trataba de libros, que yo los hojeaba, etc. Les faltó tiempo para llegar a la mesa y exclamar: ¡qué montón de libros! ¿Son para nosotros? Ya veremos -contesté intencionadamente- pero, por ahora, se quedan ahí. Volved a vuestro trabajo. Durante bastantes días, los libros permanecieron encima de mi mesa e incesantemente llegaban preguntado: ¿puedo coger uno? ¿De qué tratan, maestra? ¿Los podemos leer? Una y otra vez yo les repetía: no; se han equivocado. Estos libros son para niños de más edad. Tendré que devolverlos. Mis intencionadas palabras eran acicate para sus deseos de tenerlos entre las manos.

Y al fin llegó un día en que les dije: bueno, os voy a dejar que los veáis e incluso, si queréis os los podéis llevar a casa con la condición de que copiéis algo, aunque sea muy breve, que os haya gustado. Y la estrategia resultó tan explosiva que los libros no es que solo fueron leídos sino también estudiados.