De toda la vida entre padres y maestros hemos decidido, definido y catalogado a nuestros hijos y alumnos en dos grandes e inflexibles grupos: listos y torpes. Tradicionalmente se ha tomado como referente de inteligencia la capacidad para resolver problemas de física, de matemáticas, etc. Y desde esta perspectiva, la inteligencia se medía, y se sigue midiendo, a fin de conocer el coeficiente intelectual del individuo y con ello proyectar las expectativas de futuro. No obstante, la experiencia nos ha demostrado que no siempre sucede así. Por consiguiente, no se puede tomar en tan alta consideración, y como el único elemento de diagnóstico, acerca del éxito o fracaso profesional el coeficiente intelectual. Las escuelas psicológicas, desde hace años, contemplan otros elementos además de los tradicionales. H. Gardner define la inteligencia como un potencial biológico capaz de ser desarrollado mejor o peor como consecuencia de factores ambientales. Expone, además, que coexisten múltiples inteligencias, lo que exige una visión más global del invididuo. Desde esta perspectiva, el panorama educativo tradicional se nos desvanece. Debemos superar los clásicos prototipos y desde una visión holista -total- promover un nuevo tipo de educación que dé pautas para favorecer el desarrollo integral y global del educando, concebido como sujeto que también refleja negativas acciones. El holismo no permite la comparación porque ésta entorpece el aprendizaje, fomenta el desinterés y destruye la autoestima. Así, aprender es un concepto bastante especial: aprender implica muchos niveles de la conciencia como el afectivo, físico, social y espiritual rebasando por completo lo puramente cognitivo y memorístico. Reconocer a cada persona, mediante la educación, como un ser único y valioso, significa conocer y también aceptar todas las diferencias individuales.