Tras más de treinta años colaborando en este suplemento, más toda una vida dedicada a la educación, no creo que nadie dude hasta qué punto soy enemiga total del maltrato de cualquier clase que se pueda dar a un niño, a una niña y es por eso que a la vista de la difusión que hoy día los medios de comunicación dan a todo sin importar las consecuencias y dimensión que pueden alcanzar interpretaciones y malos entendidos, me he decidido a escribir este artículo. Y es que voy a referirme a ese «creativo» invento de colocar una grabadora a un alumno o alumna para ir a la escuela, algo que desde mi punto de vista, debería estar penado por lo que conlleva para un pequeño ser portador de un artefacto oculto para espiar a sus maestros. No dudo de que sean ciertas amenazas, palabras fuertes en momentos determinados del día, pero yo, maestra, también pondría una grabadora para saber qué se dice, qué se oye en su casa, porque, ¿qué padre, qué madre en momentos de malos humos, que son muchos, momentos de nervios, no gritan barbaridades a sus hijos? Y no hablo de memoria, que son ya muchos años de convivencia con niños y niñas y muchas cosas oídas y no digamos de las peleas y frases entre hermanos. Pero hoy, en cualquier caso, los maestros parecen ser los enemigos número uno del alumnado y así está el magisterio, por el que siento un inmenso cariño pero también una gran pena: que a mi hijo le hacen bullying, que a mi hijo le empujan, que a mi hijo lo insultan, que denuncio, que voy a la delegación, etcétera.

Y los maestros, hablo en general, cada vez se encuentran más acorralados y sin nadie que ponga fin a este desmadre de tonterías.

Una cosa es un maltrato, una bofetada, de las que tantas se han dado, y otra, palabras airadas en un mal momento y la consecuente e inevitable estigmatización social del magisterio.