Difícil, pequeño mío, expresar en estas breves líneas tan profundos y variados sentimientos como los que me violentan esta mañana cuando te he acompañado a clase. Sí, ¡claro que me he emocionado! Pero de rabia, de impotencia y hasta de miedo porque, ¿dónde vas con tus doce años recién cumplidos, cargado, que caminabas encorvado, con unos 500 euros entre libros y material, sobre tus débiles espaldas? ¿Dónde vas, camino de un instituto que te viene grande, demasiado grande para tus pocos años? ¡Si fue ayer cuando grababa tus primeros balbuceos, cuando te llevaba de la mano a la guardería, cuando con tu gracia, talento y creatividad me inspiraste varias obras, hoy editadas y hasta traducidas! Rabia e impotencia y no porque hayas crecido, sino porque, nervioso, aturdido, reflexivo, caminabas entre tu grupo de compañeros y amigos, tan nerviosos y aturdidos como tú, a un escenario, cuya pasarela no debería ser todavía tu destino porque, a pesar de tus rabietas, tus aparentes precocidades de adolescente, no eres más que un niño, un pequeño que, abrumado por responsabilidades, vas perdiendo tu espontaneidad y perenne sonrisa…

Rabia e impotencia, sí, porque no somos capaces de inventar una enseñanza más acorde con tus gustos, intereses, con tu edad… Y porque no somos capaces de inventar un mundo mejor donde te sientas seguro, donde puedas crecer siendo tú sin tener que ceder jamás ante el miedo o la intimidación por parte de los gigantes que acecharán tu bondad e ingenuidad para hacerte su presa. En esta primera mañana de tu asistencia a ese centro, quiero decirte algo: la vida es para todos una gran aventura, y tú has comenzado ya, demasiado pronto, a protagonizar la tuya.