El pasado día 20 se celebró el Día Internacional del niño y un recuerdo me asalta: a la puerta de mi casa una adolescente con un recién nacido en brazos, que lloraba como un desesperado, me abordó al coger mi coche. ¿Me puede dar algo para comprar leche al niño? La miro a ella, miro al bebé y mi cabeza se torna un mare mágnum de tiernas y compasivas interrogantes, alguna de las cuales formulo: pero, ¿dónde vives tú..? ¿Y qué haces fuera de tu casa con un niño tan pequeño? ¿Tienes marido? No, no tengo marido y vivo en una chabola por la salida de Chinales. Los llantos del niño me estremecen. Lo cojo, lo acuno y un escalofrío me corre por el alma: sí, es evidente que tiene hambre, de ahí que le indico que me siga, al tiempo que pienso cómo hacer algo más que despedirla con una limosna. Entramos en una cafetería próxima. Los cuatro habituales de la hora se solidarizan con aquel bebé que más bien parece un puñado de huesecillos. Lo urgente e inaplazable es darle de comer y acallar aquel desconsolado llanto que nos parte el alma.

Unos momentos después, la chavalilla daba un largo biberón al insaciable infante que se queda dormido como un bendito. Dimos direcciones donde recabar ayuda y algo de dinero y vimos cómo se alejaba aquella chiquilla con sus historias tan tremendas. Hoy por hoy es raro que los telediarios no nos den noticias de niños que pasan hambre, de niños enfermos, que sufren o que trabajan. Poco muy poco, individualmente, podemos hacer. No se arregla el mundo a base de limosnas. Yo creo que se acabó aquello que llamábamos caridad. Urge, sí, hablar de justicia: ¿por qué unos tantos y otros nada? En cada niño que llora, que sufre…,veo a mis hijos, a mis nietos, porque los niños, sean del color que sean, sienten todos por igual. Movamos siquiera un dedo para que canten los niños y no lloren porque de sus lágrimas somos responsables todos.