La decisión del partido de Ada Colau de romper el pacto de gobierno en Barcelona con el PSC es un punto de inflexión en su trayectoria y, tal vez, un punto de no retorno. Cuesta entender que la alcaldesa sometiese a consulta de las bases de su partido la continuidad del pacto por el apoyo socialista a la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Y que, lejos de defenderla, alentase su ruptura. La decisión de los comunes consagra definitivamente el volantazo desde posiciones estrictamente soberanistas -defensa de un referéndum efectivo, y por tanto pactado- hacia postulados independentistas, como ya se intuyó cuando acordaron participar en el referéndum ilegal del 1-O. Veremos qué impacto tiene este viraje el 21-D, cuando la confluencia de izquierdas se presentará por primera vez bajo la hegemonía del grupo de Colau. Se desdibuja, en todo caso, la línea equidistante que la había caracterizado.

El equipo de Barcelona en Comú queda ahora a merced del apoyo de los independentistas del PDECat, ERC y la CUP, y el camino emprendido por estas tres fuerzas hace temer no solo inestabilidad municipal sino un probable intento de poner la ciudad al servicio de la agitación independentista y el enfrentamiento con el Estado. Justo lo contrario de lo que necesita Barcelona para superar el severo impacto que en su economía y su convivencia ha tenido el desafío independentista.