Las elecciones locales celebradas el domingo en Turquía han propinado un duro varapalo al presidente Recep Tayyip Erdogan, vencedor en el total de votos, pero derrotado en Ankara, la capital, y también en Estambul, donde vive el 20% de la población del país, y otras nueve capitales de provincia. El Partido Republicano del Pueblo, socialdemócrata en la oposición, se ha hecho con el control de los grandes conglomerados urbanos y con las costas oeste y sur. Es la foto fija de una sociedad dividida en dos entre la tradición otomana, que sigue al presidente, dueña de la Anatolia interior, y el legado secular de la república fundada por Mustafá Kemal Atatürk. Puede el jefe del Estado exhibir el 45% logrado a escala nacional, pero es un pobre consuelo para quien desde el fantasmal intento de golpe de Estado del 2016 se ha dedicado a depurar y a promover la islamización a marchas forzadas de la vida civil con el propósito de tener en sus manos todos los resortes del poder. Que el cambio de tendencia sea especialmente consecuencia de la crisis económica en curso importa menos que la impresión de que una parte significativa de Turquía impugna el absolutismo de Erdogan, logrado mediante la reforma constitucional del 2017, que ha hecho de él una figura omnipotente.