El independentismo se asemeja hoy más que nunca a una nave a la deriva y el presidente de la Generalitat, Quim Torra, a un capitán desnortado. El ‘president’ elegido por el fugado Carles Puigdemont vive sus horas más difíciles en la Generalitat después de que en las calles se pidiera su dimisión si no avanza de forma decidida «hacia la República» y de que los propios partidos independentistas hayan obviado --por elegir un término suave-- su planteamiento estrella en el debate de política general: el ultimátum al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, de que acceda antes de noviembre a la celebración de un referéndum de autodeterminación o perderá el apoyo parlamentario de los partidos independentistas. La respuesta a su ultimátum ya la tuvo el mismo martes, un «no» rotundo, como no podía ser menos.

Los dos socios de ‘Govern’ no han incluido en las resoluciones del debate el ultimátum a Sánchez. En Madrid y en Barcelona, republicanos y posconvergentes, de forma más o menos elegante, han rechazado la amenaza a Sánchez. El mismo Torra (que no forma parte ni del Pdcat ni de ERC) no cita el ultimátum en una carta que ha enviado a Sánchez en la que pide una reunión y le reclama que concrete «los términos del diálogo». Sería ingenuo pensar que Torra buscaba una reacción en estos términos del Gobierno, pero si lo que pretendía era satisfacer a quienes en las calles le exigían la vía unilateral hacia la independencia y romper el diálogo con el Estado tampoco le funcionó: en el debate, la CUP le planteó una oposición frontal.

Sería un error centrar en Torra todas las críticas, si bien su bisoñez y servidumbre hacia Puigdemont lo convierten en una persona incapaz de buscar soluciones al problema de Cataluña. La situación en la que se encuentra es consecuencia de las corrientes de fondo que subyacen en el independentismo desde el 1-O. La divergencia de estrategias, la división entre los partidos y las asociaciones, el recurso frecuente al ‘agit-prop’ (la verdad ya no existe), la decisión de no explicar a la ciudadanía la realidad de la situación política, el cortejo de los elementos más radicales, la construcción de mitos y ensoñaciones sobre la apelación de nuevo a la vía unilateral mientras se evita pisar líneas rojas para no cometer nuevas ilegalidades... Todo ello, en el contexto del proceso judicial que ha llevado a prisión preventiva a los líderes políticos y sociales del ‘procés’, coloca al ‘president’ de la Generalitat, un activista y no un político, en una situación muy incómoda. Conviene no olvidar, eso sí, quién lo eligió para ese cargo y que la situación de desgobierno es consecuencia del empecinamiento en colocar la emotividad por delante de la razón y la irresponsabilidad por encima del sentido común. Cataluña está necesitada de una clase política que piense menos en su supervivencia y más en sus ciudadanos, tanto independentistas como contrarios a la vía unilateral. Solo así sería posible un diálogo encaminado a la solución del problema.