El Premio Nobel de la Paz concedido a Abiy Ahmed, primer ministro de Etiopía, reconoce a un tiempo los esfuerzos del joven político para liberalizar un régimen habituado a la represión desde hace decenios y el acuerdo de paz suscrito con el presidente de Eritrea, Isaías Afewerki, después de 20 años de guerra fronteriza que ha costado unos 70.000 muertos y un número incalculable de desplazados y refugiados. La consecuencia más importante del premio es acercar a la opinión pública occidental la angustiosa realidad de la pobreza, los enfrentamientos de vecindad, las rivalidades étnicas y el autoritarismo enquistado en la región. Frente a la preponderancia de premiados del mundo desarrollado en los otros Nobel, en el de la Paz, a menudo polémico por el perfil político de los galardonados, salta con frecuencia la sorpresa, como ha sucedido este año y como sucedió en 2018 con la distinción para el médico congoleño Denis Mukwege y la activista iraquí de la comunidad yazidí Nadia Murad. Entonces como ahora, problemas endémicos y olvidados del Sur fueron momentánea actualidad gracias al premio. Si hasta la fecha resulta poco menos que desconocida para la mayoría la presencia de eritreos en los flujos migratorios con destino a Europa, quizá a partir de ahora se difundan las razones y se preste atención a la naturaleza represiva de la dictadura de Afewerki, presidente de facto desde 1991.