La revuelta contra el racismo y la brutalidad policial en Estados Unidos, con ramificaciones en todo el mundo, reúne los ingredientes de una constante en la historia del país: el conflicto no resuelto entre la herencia del esclavismo y los valores propios de una sociedad democrática. Las multitudes que con mayor o menor intensidad han tomado las calles en los 50 estados de la Unión se manifiestan en igual medida para reclamar que el peso de la justicia caiga sobre los policías responsables de la muerte de George Floyd y para denunciar y oponerse a la ominosa utilización del caso por el presidente Donald Trump, después de agrupar en torno a su persona los movimientos supremacistas blancos, las sociedades depositarias de un racismo explícito o encubierto y una larga lista de votantes que alientan actitudes excluyentes y discriminatorias en la vida cotidiana. Unos comportamientos que son más visibles en la llamada América profunda.

La relevancia pública durante las últimas décadas de personalidades afroamericanas en la política, las fuerzas armadas, el mundo académico, las artes y el ocio había creado un espejismo, consumado con las dos presidencias de Barack Obama. En realidad, el racismo forma parte de la ideología espontánea de franjas muy importantes de la sociedad estadounidense, reconfortadas por una presidencia que ha alimentado la confrontación entre comunidades en vez de repudiarla. Nada es especialmente original en el paroxismo del momento salvo dos ingredientes fundamentales: la actitud de Trump, de un sectarismo incomparable con cualquier otra presidencia del último medio siglo, y la generalización de la protesta, de una transversalidad y diversidad del todo insólitas.

Ni la intoxicación en las redes sociales, destinada a confundir a la opinión pública y a deslegitimar la movilización, ni las amenazas de la Casa Blanca de abundar en la mano dura han logrado amedrentar a cuantos piensan que el encarnizamiento de los policías de Minneápolis es la gota que colma el vaso, el punto de no retorno que debe obligar a cambiar hábitos muy arraigados. Y a revisar el poder excesivo e incontrolado de muchos cuerpos policiales instalados en el matonismo, protegidos demasiado a menudo por políticos y jueces cómplices.

No es posible negar un gran cambio desde los días de Rosa Parks ni es justo soslayar el precio en vidas pagado por la comunidad negra de Estados Unidos para mejorar su situación. Pero de las sucesivas crisis que han jalonado la historia de la emancipación afroamericana es fácil deducir que resulta indispensable el compromiso de la sociedad blanca para ganar nuevos espacios de libertad y de igualdad. Para que se cumpla el sueño de Martin Luther King y quede sin efecto la estrategia de la tensión de Trump no es suficiente el clamor de las víctimas, algo que han entendido los movilizados sin distinción de colores.

El racismo institucional es una lacra, una forma divisiva de la sociedad que ha renacido con espíritu de revancha en comunidades blancas que interpretaron la presidencia de Obama como una desnaturalización definitiva de la nación blanca con la que se identifican. Para estas capas sociales, la definición de EEUU que hizo Abraham Lincoln en Gettysburg, en plena guerra civil (1863), no es más que una frase: «Una nueva nación concebida en la libertad y consagrada en el principio de que todas las personas son creadas iguales». Pero lo cierto es que el racismo y sus secuelas de pobreza, marginación y arbitrariedad del poder son incompatibles con la construcción del futuro. Cuando se consagran como un eslogan universal las últimas palabras de George Floyd, «no puedo respirar», es que la dolencia es de una gravedad extrema.