La ley de técnicas de reproducción asistida española del 2006 es tajante. Es «nulo de pleno derecho» contratar a una mujer con el objetivo de disponer de ella para gestar un bebé, sin que tenga ningún derecho ni control sobre su propio cuerpo y sobre una maternidad entendida como un proceso cuyo producto final es un bebé convertido en objeto de compraventa, a veces incluso desechable. Un negocio deshumanizador al que no maquilla ni el uso de una expresión neutra como la de la maternidad subrogada. No obstante, una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos abrió la puerta trasera a la normalización de esta práctica, facilitando el registro de los niños gestados en otros países con normativas más laxas, como Ucrania. Ahora, el Gobierno ha decidido dar una salida a las 39 familias en espera de tramitar la filiación de los bebés que aspiran a traer desde ese país, pero ha decidido establecer un laberinto administrativo que convierta el reconocimiento de la paternidad en un proceso lento, azaroso, caro y, espera la ministra Dolores Delgado, disuasorio. Quizá sea la única solución realista a corto plazo, y por supuesto más comprometida con el respeto a la dignidad de las madres que algunas propuestas de legalización. Pero no deja de tener algo de resignación. Francia ha dado un ejemplo al pedir una aclaración al TEDH para replantear el confuso estatus de una práctica que esconde una explotación de seres humanos.