El conflicto congelado entre Moscú y Kiev desde la anexión rusa de Crimea en el 2014 seguida por hostilidades tras la aparición de milicias prorrusas en el este de Ucrania, ha empezado a calentarse peligrosamente. El choque naval registrado el pasado domingo con el apresamiento de una flotilla militar ucraniana por fuerzas rusas ha tenido como primeras consecuencias la aprobación de la ley marcial por el Parlamento de Kiev, algo que ni siquiera se había planteado con motivo de la anexión rusa de Crimea, y la advertencia de la OTAN a Moscú de que las acciones tienen consecuencias. Con la construcción unilateral por parte de Rusia del puente sobre el estrecho de Kerch este país se ha arrogado el control del mar de Azov, en el que Ucrania dispone de varios puertos y al que un tratado garantiza el acceso. Con esta demostración de fuerza Vladimir Putin impone una mayor presencia rusa en la zona y debilita a Ucrania generando mayores dificultades económicas a un país que no consigue despegar y creando inestabilidad política cuando se acercan las elecciones presidenciales. En estos momentos no se vislumbra una desescalada del conflicto. Occidente debe dar respuesta a la violación rusa aunque las alternativas son pocas, o más sanciones económicas o una presión de la OTAN. Pero para hacerlo, se necesita una unidad que dé contundencia a la respuesta y Donald Trump ha reaccionado tarde y con tibieza.