Oriol Junqueras, vicepresidente de la Generalitat cuando se produjeron los hechos, fue el primero en declarar en el juicio oral que se sigue en el Tribunal Supremo. Su estrategia fue calificarse de «preso político» y lanzó una diatriba sobre la inviolabilidad de las urnas y la supremacía de la legitimidad democrática sobre la legalidad vigente en Cataluña emanada de la Constitución y del Estatut. Como solo respondió a las preguntas de su abogado, Junqueras expuso sus argumentos con comodidad, más enfocado hacia las inminentes campañas electorales que hacia los magistrados que le juzgan. Su actitud de menosprecio hacia la Fiscalía y hacia las acusaciones tendrá un coste. Subirá la exigencia sobre los argumentos y las pruebas en la calificación de los delitos sobre los que responde, que comportan penas de entre 25 y 75 años según cada una de las partes. La actitud en este juicio de Junqueras no ha sido en ningún caso la que se pudiera esperar de alguien que como electo quiere y debe colaborar con la justicia para establecer la verdad de los hechos. Su carga contra la imparcialidad del tribunal y los derechos vulnerados está enfocada hacia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La opción del líder de Esquerra parece, pues clara, arriesgar la cárcel para llegar a la jurisdicción internacional. Su actitud contrastó con la que tuvo el segundo miembro del Govern que declaró en el Supremo, Joaquim Forn que era conseller de Interior y responsable político de los Mossos. Forn contestó a la Fiscalía y a la Abogacía del Estado y solo se negó a responder a Vox. Reconoció que aquella consulta fue ilegal y que la declaración unilateral de independencia no fue efectiva. Las dos posiciones anticipan lo que será el proceso y certifican la división del independentismo.