La muerte de un repartidor de Glovo pone en el punto de mira un sector aupado en la precariedad de sus trabajadores. Forzados por unas condiciones extremas de productividad, con jornadas extenuantes en las que llegan a recorrer entre 60 y 80 kilómetros al día, las condiciones laborales de estos riders poco tienen que ver con las supuestas bondades de la economía colaborativa. Glovo es una start-up española fundada en el 2015. Su modelo de negocio consiste en conectar clientes que solicitan un pedido y repartidores que compran lo solicitado y lo entregan a domicilio. Para eso utilizan su propio teléfono y bicicleta. No están en nómina, no les protege una relación contractual más allá de un seguro privado que cubre la actividad del repartidor. Los sindicatos son concluyentes: es una relación de explotación que agota al trabajador y pone en riesgo su seguridad. Hay accidentes graves que ni siquiera son considerados como tales, sino como enfermedad común. La mayoría de los trabajadores son «falsos autónomos» pero los hay más desprotegidos. Los inmigrantes ilegales, al carecer de papeles, utilizan la aplicación de otros. Ni siquiera están registrados como riders. Este sería el caso del joven de 22 años mortalmente atropellado. No se trata de demonizar los nuevos modelos de negocio, pero sí de renovar el marco normativo para evitar rendijas jurídicas que, en pleno siglo XXI, permiten situaciones de explotación laboral.