La economía brasileña es la más grande de América Latina, pero en el país crecen la pobreza y las lacras asociadas a ella. La amenaza de recesión, con decrecimiento del PIB del 0,2% el primer trimestre y malas perspectivas para el resto del 2019 y 2020, la subida del paro, singularmente entre los jóvenes de entre 14 y 29 años, y el aumento de los trabajos precarios (el 40% de los empleos lo son sin contrato) explican la ominosa realidad de una bolsa de pobreza que engloba a más del 25% de la población (unos 52 millones de personas, el 43%, niños y adolescentes). Ni el programa ultraliberal de Jair Bolsonaro, presidente desde enero, ni las medidas de choque prometidas durante la campaña electoral han corregido los rasgos esenciales de una sociedad extremadamente dual en la que la opulencia y la miseria coexisten en todas partes, solo separadas muchas veces por la anchura de una calle. Los efectos correctores impulsados por Luiz Inácio Lula da Silva durante su presidencia se fueron por el sumidero de la corrupción, que alcanzó a su partido, el proceso de destitución de Dilma Rousseff y la venalidad durante el mandato de Michel Temer, un cuadro clínico que hace poco menos que imposible cualquier mejora. No consigue Bolsonaro seducir a los mercados, pese a contar con el apoyo de Donald Trump, porque las perspectivas de futuro inducen a pensar que su programa económico es inadecuado para reanimar al enfermo.