La renuncia al poder del presidente de Argelia, Abdelaziz Buteflika, da pie a más incógnitas que certidumbres. Al ser el Ejército, los servicios secretos y el círculo familiar del jefe de Estado saliente el núcleo de poder que pilotará la transición, se antoja complicado que la movilización de la calle se atenúe o acepte sin más reformas lampedusianas. Pero parece lejos de las intenciones del generalato y del Frente de Liberación Nacional, el partido legitimado durante décadas por su combate contra el colonialismo francés, una cesión de parte de su poder omnímodo, que incluye la gestión del gas y del petróleo, el principal recurso del país. Más parece que el propósito de los promotores de la dimisión de Buteflika es precipitar los acontecimientos para situar en la cima del Estado a uno de los suyos que sea capaz de vencer en las urnas a una oposición unida en la protesta, pero probablemente incapaz de apoyar una candidatura única que dispute el poder al establishment. Cierto es que el descontento en la universidad, entre el grueso de los jóvenes parados y en la clase media urbana empobrecida por años de crisis, más la corrupción galopante en todos los ámbitos, devuelven la imagen de un régimen crepuscular, pero son demasiados los precedentes en la historia de Argelia --la guerra civil de los años 90, el más rotundo-- como para pensar que los dueños tradicionales del poder consentirán sin más un proceso de cambios en profundidad.