La erosión que ha sufrido la imagen de Barcelona en las noches de pesadilla que está viviendo la ciudad por los disturbios desde el pasado lunes es intolerable e indefendible. Con ser cuantiosos los daños materiales sufridos por la capital catalana y los daños emocionales de una comunidad sometida a toda clase de riesgos, son aún mayores los que puede arrostrar la proyección exterior durante los próximos meses y, por extensión, los que pueden lastrar a toda Cataluña. El éxito de Barcelona como marca, hasta ahora incontestable, es incompatible con los episodios de guerrilla urbana. Basta atenerse a las primeras impresiones del sector turístico para calibrar el daño que se ha hecho a la ciudad, tan grave quizá como la marcha de sedes sociales de empresas que siguió a la declaración unilateral de independencia; tan preocupante como el coste que han tenido para el sector turístico los acontecimientos más relevantes del ‘procés’ y que ahora parece inevitable que se repitan en el corto plazo. Si una ciudad como París, referencia mundial del turismo, vio dañadas sus expectativas a raíz de la ola de atentados y después a causa de la crisis de los chalecos amarillos, Barcelona es difícil que pueda soslayar los perjuicios inmediatos de las algaradas difundidas por la televisión a todo el mundo. El prestigio de una ciudad es producto de años de una larga y compleja historia de gestión que ahora se está erosionando.