El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, vivió ayer un duro baño de realidad en el Congreso de los Diputados al perder la votación sobre la senda de déficit. Asumido que el balón de oxígeno de la relajación del déficit (2.400 millones para las comunidades autónomas) no iba a bastar para convencer al PP de Pablo Casado, el Gobierno tampoco pudo contar con el «sí» de los partidos que le dieron su apoyo en la moción de censura contra Mariano Rajoy. Unidos Podemos, PDeCat, ERC y Compromís se abstuvieron, evidenciando en el Congreso la fragilidad parlamentaria del Gobierno. La ministra portavoz, Isabel Celaá, acusaba a la oposición de «dogmatismo» e «intransigencia ideológica». Algo hay, si bien el esfuerzo negociador del Gobierno es mejorable. Dado que los objetivos de déficit del PP eran más restrictivos, la votación deja a las autonomías sin esos 2.400 millones tan necesarios sobre todo para financiar los servicios sociales, y ese ha sido el único argumento socialista. Para la izquierda, la senda es demasiado similar a la prevista por el PP, que además gracias a la reforma del 2012 de la ley de estabilidad, puede tumbar en el Senado lo decidido en el Congreso.

El Gobierno ha anunciado que lo volverá a intentar en septiembre a la vez que podrá en marcha la negociación de los Presupuestos. Este doble o nada es un ejercicio de presión mutuo: sin una nueva senda de déficit, los Presupuestos del 2019 serán muy similares a los del PP de este año. Pero lo que estará en juego es la acción de Gobierno de Sánchez. El varapalo en el Congreso no ha tenido consecuencias políticas graves para la estabilidad del Ejecutivo, pero las negociaciones de los PGE sí serán claves para saber si Sánchez puede aspirar a acabar la legislatura. Por ahora, la realidad es tozuda: con solo 84 escaños es muy difícil gobernar.