No se ha desvanecido la fuerza de la unión ni las huellas de su paso masivo por las calles. El 8-M del pasado año ha quedado grabado en la memoria colectiva como un momento definitivo. La suma de muchas y heroicas luchas por la igualdad, el grito unánime contra una violencia insoportable y el compromiso de una multitud de mujeres, y también de hombres, de combatir un machismo que agrede, humilla, silencia o minusvalora a la mitad de la población por su condición de mujer. Aquel 8-M nos cambió la mirada. Las mujeres sintieron como nunca el poder de la unión y los hombres empezaron a mirarse a sí mismos, preguntándose cuál debía ser su papel. No siempre la respuesta ha sido positiva. En un año hemos visto cómo ha cambiado el panorama político. Ya sabemos que el machismo no desaparecerá sin plantar batalla, pero el feminismo no va a bajar los brazos. Nos jugamos el futuro de una sociedad más justa, más libre e igualitaria. La revolución ha llegado para quedarse.

No hay espacios libres de discriminación. La pobreza y la precariedad se hincan con más saña en las mujeres. Los cuidados se acumulan sobre sus hombros y el terreno laboral es un territorio plagado de obstáculos para ellas. La conciliación aún es una bonita palabra mientras que las múltiples violencias son la tosca y cruel realidad. Las cifras de la discriminación laboral son abrumadoras. Las mujeres son el 46% de la población activa, pero el 75% de sus empleos son temporales. Demasiado a menudo, el cuidado de los hijos o de los padres pasa por delante de su carrera profesional. Su generosidad no es reconocida socialmente y es penalizada por unas pensiones raquíticas que ensombrecen su futuro. La discriminación laboral empieza muy pronto. Según un estudio del Observatorio Social de La Caixa, las mujeres tienen un 30% menos de posibilidades de conseguir una entrevista de trabajo presentando un currículo idéntico al de un hombre. El porcentaje se eleva el 35,9% en caso de tener hijos.

Pero más allá de las cifras están los rostros. Mujeres tratando de superar la trampa de la conciliación, conviviendo diariamente con el peso laboral y del hogar, sometiéndose al estrés de abarcar lo inabarcable. Inmigrantes convertidas, independientemente de su formación, en cuidadoras en condiciones cercanas a la esclavitud. Viudas con pensiones raquíticas. Hijas que cuidan de padres enfermos sin ninguna ayuda, renunciando a todo... Demasiado a menudo, las mujeres aguantan los males de una sociedad que ha olvidado cuidar de los más débiles. También demasiado a menudo, no hay hombres junto a ellas. Las mujeres exigen respuestas y los hombres tienen la obligación de escuchar y comprometerse en las soluciones. Toda la sociedad debe implicarse en la transformación, pero la política es imprescindible para progresar. Son muchos los campos en los que actuar. Educación, trabajo y cuidados son las tres áreas principales. Educar en el respeto, la diversidad y la igualdad. Avanzar en reformas que combatan la brecha salarial y favorezcan la conciliación y la corresponsabilidad familiar. Y socializar los cuidados. Hoy, 8-M, de nuevo se oye el grito necesario, imprescindible de una revolución, la lucha contra una injusticia que solo puede ser corregida y reparada.