Hace 40 años, España vivía en la oscuridad, impregnada de dolor, de incomprensión, de futuros rotos, de vidas malvividas. Hace 40 años, la homosexualidad dejó de considerarse un delito. Con la reforma de la llamada ley de peligrosidad social, gais y transexuales dejaron de considerarse «vagos y maleantes» y se puso fin a décadas de brutal represión con penas de encarcelamiento y destierro. El silencio o la exclusión social era todo cuanto les ofrecía la España de Franco. Fueron años de persecución de toda alteración de la norma heterosexual. En Huelva y Badajoz se encontraban los centros de rehabilitación social donde encerraban a los homosexuales y travestis (entonces ni siquiera existía la palabra travesti) para curarlos. Con la llegada de la democracia, el colectivo LGTBI inició el camino hacia la obtención de sus plenos derechos como ciudadanos. Aún quedaron muchos pasos por andar. Los homosexuales fueron los últimos en salir de las cárceles franquistas. La ley de amnistía de 1977 no les incluyó y no fueron liberados hasta febrero de 1979. La ley de peligrosidad social no se derogó completamente hasta 1995 y el delito de escándalo público contra las conductas llamadas provocadoras, hasta 1988. Pero la sociedad siguió avanzando y en el 2005 se legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo situando a España en la vanguardia de los derechos sociales del colectivo LGTBI. España se convirtió en el cuarto país del mundo en legalizarlo. Hay quienes pretenden insultar la historia viendo en la democracia española un reflejo de la dictadura. Basta con rememorar aquellos días oscuros y contemplar la España actual, uno de los países más tolerantes del mundo en materia sexual. Estos logros colectivos, lejos de situarnos en la complacencia, deben servir para espolearnos: ni un paso atrás y muchos por recorrer. Aún hay demasiado sufrimiento entre nosotros. No solo los ataques callejeros o el bullying homófobo en las aulas son una triste realidad, también el rosario de dramáticos suicidios entre jóvenes transexuales. En nuestra memoria aún resuenan los nombres de Alan o Ekai. Toda persona tiene derecho a vivir plenamente su identidad de género y su orientación social. Por ello, el Estado debe proveer recursos y apoyo a todos aquellos que se sienten excluidos, así como combatir las voces de la discriminación. Cuando Vox aboga por suprimir de la sanidad pública las operaciones de cambio de sexo o se muestra contrario al matrimonio homosexual no solo alimenta la exclusión, sino que pretende retrotraernos a una oscuridad que, afortunadamente, ya superamos.