«Que un contrato de alquiler de una vivienda tenga una vigencia de tres años es una anomalía para el sector inmobiliario». La sentencia puede atribuirse a cualquiera de los agentes políticos, económicos y sociales relacionados con el mercado del arrendamiento español. Sin embargo, esa situación es la que define la ley de arrendamientos urbanos (LAU) que modificó el PP en el 2013 para, en teoría, activar un mercado alejado de los estándares europeos. De hecho la ley justifica su esencia de esta forma: «Flexibilizar el mercado del alquiler para lograr la necesaria dinamización del mismo, por medio de la búsqueda del necesario equilibrio entre las necesidades de vivienda en alquiler y las garantías que deben ofrecerse a los arrendadores». Pero la dinamización del mercado puede ponerse en duda.

Cuando se aprobó en el 2013 la ley, el alquiler representaba el 17% del parque total de vivienda. En el 2017, el porcentaje a duras penas sobrepasaba el 20%. Mientras, los precios en la zona de mayor demanda han crecido a un ritmo de casi el 30%. La ineficacia legal para solucionar el problema de base y su idoneidad para crear una burbuja de precios en el mercado han provocado una ofensiva en el sector inmobiliario para modificar la ley, particularmente en lo que se refiere a la duración de los contratos.

Tanto el PSOE como Podemos registraron en el Congreso proposiciones de ley para modificar la actual normativa del alquiler. Fueron vetadas por el PP, pero ahora el Ejecutivo de Pedro Sánchez ha levantado el veto y la primera que se tramitará será las del PSOE. La primera de las propuestas incluye una prórroga forzosa de los contratos hasta los cinco años de duración. Transcurridos cinco años, el contrato se prorrogará hasta un máximo de tres años más.

Incluye que la subida de la renta estará sujeta a la evolución del IPC y se limitan las fianzas o avales adicionales que el arrendatario tiene que prestar.