No tuvo el vértigo del 23-F, ni la conmoción trágica del 11-M, ni la emotividad alegre de la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1992, pero el pasado reciente conserva otra fecha con nombre, letra y número propios que permanece destacada en la memoria colectiva de la democracia aunque de ella se hable menos. El 14 de diciembre de 1988 -14-D para los anales de la historia- ocurrió algo que no había pasado antes con semejante rotundidad, ni ha vuelto a pasar con la misma magnitud: el país entero se paró. Literalmente. De norte a sur, de la mañana a la noche. Los sindicatos UGT y CCOO habían convocado una huelga general para protestar contra la política económica del Gobierno de Felipe González y la ciudadanía al completo respondió quedándose en casa sin ir a trabajar. Antes y después hubo otros paros generales, pero ninguno logró paralizar la economía de forma tan absoluta y unánime. Fue la gran huelga de la historia de España.

Ese día no hubo transporte público, ni consultas médicas en los ambulatorios, ni alumnos en los colegios, institutos o universidades. No hubo periódicos en los quioscos, que permanecieron cerrados, ni bares abiertos donde tomar un café. Pararon las fábricas, los comercios, los organismos públicos y las empresas privadas. Se detuvieron las ciudades y el tiempo se congeló durante 24 horas en el mundo rural. Las calles, sobre todo por la mañana, lucieron desiertas como un 1 de enero de resaca y recogimiento ofreciendo una estampa inaudita que a 30 años vista es recordada como un sueño extraño e irrepetible.

La postal de Solchaga

Cada individuo que vivió aquella jornada conserva su postal íntima y personal del 14-D. La de Carlos Solchaga traslada hasta el interior de su coche oficial a primera hora de la mañana. «Recuerdo la sensación de bajar por la Castellana camino del Ministerio y ver Madrid convertido en una ciudad fantasma. Era miércoles, pero no había absolutamente nadie en la calle. Ahí comprendí que la huelga había sido un éxito», recuerda ahora el entonces ministro de Economía.

En realidad, la sospecha se la había llevado a la cama la noche anterior. El presidente de Austria, Kurt Waldheim, había llegado de visita a España el día 13 y a media noche aún continuaba la cena oficial que el Gobierno ofreció a la delegación alpina en el Palacio de la Moncloa. «Poco después de las doce, alguien entró en la sala y le dio un recado a Felipe, que a continuación me transmitió: ‘Oye, que han cortado la señal de Televisión Española’. El presidente se quedó helado», recuerda Solchaga.

La jugada en RTVE

Lo que en la Moncloa era susto y nerviosismo, en Torrespaña, sede central de RTVE, era una fiesta. Después de largas horas de asambleas, ante la férrea negativa de Pilar Miró, presidenta del ente público, a negociar unos servicios mínimos que visibilizaran el apoyo de los empleados a la huelga, los trabajadores decidieron que cortarían la emisión por las bravas. Pero había un problema: quien apretara el botón de desconexión se exponía a una sanción o incluso a ser despedido.

En medio del frenesí, a José María Fraguas, que por entonces era realizador del magacín de sobremesa Tal cual, se le encendió la bombilla: «Propuse que todos los centros territoriales dejáramos los teléfonos abiertos para llevar a cabo una cuenta atrás conjunta y a las doce en punto nos levantaríamos de nuestros asientos. Y eso hicimos: tras contar del cincuenta al cero, la tele se apagó. ¿Quién lo hizo? Fuenteovejuna, señor», cuenta Fraguas, quien hoy, en el 30º aniversario del 14-D, recibe un homenaje en TVE por alumbrar una ocurrencia que situó a la tele pública en el centro de la historia. En una época sin móviles ni redes sociales, el código de barras de colores que los telespectadores encontraron de repente en sus televisores fue la señal que anunció que el paro iba en serio. «En realidad, España se fue ya a la cama en huelga. Por una vez, TVE hizo honor a su condición de servicio público», subraya Fraguas.

«Una mili laboral»

Lo cierto es que hasta ese momento había dudas del éxito que podía alcanzar un paro que los sindicatos habían convocado para protestar contra el Plan de Empleo Juvenil presentado semanas atrás por el Gobierno. La medida consistía en una suerte de contrato de prácticas que permitía a los empresarios emplear a jóvenes sin experiencia durante 18 meses pagándoles el sueldo mínimo interprofesional (SMI) -44.000 pesetas (264 euros) de la época-, pero sin abonar sus cuotas de la Seguridad Social y reduciendo al máximo sus derechos laborales. «Calculamos que cada patrón se podía embolsar 100.000 pesetas por cada contrato que firmara. Aquello era una puerta abierta a echar a la gente a la calle para contratar mano de obra barata y sin continuidad», cuenta Antonio Gutiérrez, por entonces secretario general de Comisiones Obreras, acerca de un plan de empleo que fue definido por Manuel Vázquez Montalbán como «una mili laboral».

Más allá de las bondades y trampas que podía esconder aquel modelo de contrato, sería injusto achacar el éxito masivo de la huelga a la indignación que causó su presentación sin tener en cuenta el creciente cabreo que se había ido instalando entre amplios sectores de la sociedad contra el Gobierno. La reconversión industrial y los ajustes aplicados sobre la economía española para aproximarla a la de los países de la Comunidad Económica Europea (CEE), en la que se ingresó en 1986, se habían saldado con un insólito aumento del paro, que ya rozaba los tres millones de desempleados, y una precarización de las condiciones de vida de las clases trabajadoras.

Seis años después de que el PSOE llegara al poder, el 70% de las pensiones seguía estando por debajo del SMI y los sueldos se habían estancado ante el imparable encarecimiento de la vida. «Cuando los sindicatos nos reuníamos con González, siempre nos decía con arrogancia: ‘para repartir mejor la tarta, primero hay que hacerla crecer’. Pero lo cierto es que la tarta crecía y el reparto no llegaba a las clases bajas. Las empresas sumaban desgravaciones fiscales año tras año, pero los sueldos habían perdido un 12% de poder adquisitivo desde 1983. Felipe nos metió en la CEE por el lado más bajo del mercado: compitiendo en costes y salarios, no modernizando nuestro sistema productivo», señala Gutiérrez.

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