Una década después del inicio de la gran recesión, los bancos españoles -los supervivientes, se entiende- han corregido muchas de sus debilidades gracias a un enorme y costoso esfuerzo de saneamiento de los balances. Sin embargo, el principal legado de la crisis económica, la pesada carga de créditos morosos e inmuebles recibidos por el impago de deudas, todavía no lo han digerido en su totalidad. Y lo que es más grave: el ritmo de reducción de estos activos tóxicos en sus balances se está frenando y, de mantenerse la velocidad actual, hará que esa pesada mochila tarde más de cinco años en alcanzar un nivel que los expertos consideran razonable.

El problema no afecta solo a las entidades financieras y a sus accionistas. Estos activos no generan ingresos y tienen costes, tanto de mantenimiento como de provisiones para reconocer su pérdida de valor. Ello merma la rentabilidad de las entidades, de por sí maltrecha por lo bajos tipos de interés, y absorbe recursos que no se destinan a otros fines. Como consecuencia, reducen la capacidad de los bancos de dar crédito para financiar la actividad productiva.

ACTIVOS PROBLEMÁTICOS / Los activos improductivos o problemáticos, como los llaman las autoridades bancarias, superaron los 300.000 millones de euros en el 2012. Sin embargo, ese año una buena parte de ellos, la mayoría de los que estaban en manos de las entidades rescatadas con dinero público, salieron del sector financiero porque se traspasaron a la inmobiliaria semipública Sareb, más conocida como el banco malo. El máximo oficial, así, fue el de los 282.000 millones de euros del 2013, equivalentes al 27,4% del PIB.

La última cifra oficial son los 194.000 millones del cierre del 2016, lo que supone un descenso del 31% desde el tope. En un informe publicado hace unos días, la agencia de calificación Standard & Poor’s (S&P) estima que el año pasado se cerró en unos 169.000 millones de euros, el 40% menos que en el 2013 y el 12,8% menos que en el 2016.

Son unas cifras llamativas, pero como bien subraya la firma estadounidense, resultan «menos impresionantes» en términos relativos: el peso de estos activos sobre el total de los créditos ha bajado del 19,5% de hace cuatro años al 13,3% y cerrará el 2018 en un todavía muy elevado 11,5%.

«Que esté a doble dígito después de 10 años de crisis es mucho. Un nivel razonable es entre el 3% y el 4%», señala Elena Iparraguirre, analista de S&P. El Banco de España ya alertó de que en el 2016 se detectaron las «primeras muestras de cierta desaceleración» en el ritmo de reducción de estos activos. S&P adelanta que ese freno se va a acentuar, ya que prevé que en los próximos dos años la bajada sea de 20.000 millones en cada ejercicio a falta de operaciones extraordinarias, frente a los 25.000 millones del 2017, año en línea con el 2016 pero ya muy inferior a los 37.000 millones del 2015. «Cada vez es más difícil vender los activos porque los mejores se comercializaron primero», explica la experta.

Hay otra razón adicional. Muchos banqueros consideran que la pérdida de valor de los activos ya ha sido reconocida gracias a las provisiones realizadas y entienden que, merced a la recuperación de la economía y del mercado inmobiliario, pueden venderlos poco a poco con plusvalías gracias a la subida de los precios. Pero para S&P, este razonamiento no tiene suficientemente en cuenta los costes de mantenimiento (hacen falta grandes plantillas para gestionarlos) y oportunidad (impide dedicar recursos a otros fines) que supone mantener los activos.

Las autoridades lo comparten. «Los bancos deberían aprovechar los periodos de bonanza para reducir todo lo posible sus préstamos dudosos. Y uno de esos periodos es el actual. Arrastrar los problemas residuales de la crisis hasta la siguiente desaceleración no es hoy por hoy una opción viable, dado que, cuando llegue, los bancos tendrán muchas más dificultades para deshacerse de estos préstamos», advirtió hace unos días Danièle Nouy, presidenta del Consejo de Supervisión del Banco Central Europeo.