En Fuseta no hay campo de fútbol. Miento. Sí lo hay, pero está anegado. Es un barrizal con varias porterías agolpadas junto a uno de los muros desconchados. Lo que hay agolpado son los hierros, no existen redes. Fuseta es un diminuto pueblo pesquero, muy al sur, rodeado de rías y marismas, donde el plan del domingo ya no puede ser el fútbol. El plan pasa por una calle donde huele a brasa, pescado recién hecho y vino verde. El plan es un mercado con tomates deformes y gigantes. Es una agradable conversación a medianoche, con la brisa de la ría y la tenue luz de las farolas.

El plan es retirarse ahí y olvidarse de todo, como hacen esas dos mujeres inglesas rubias, alojadas en el pueblo desde hace un año, o como hace el simpático camarero, que además de portugués habla español, inglés, italiano y francés. Podría salir, pero se queda.

Son felices con lo que tienen.

Un poco más arriba se celebra una comunión. A las doce de la noche todas las sillas están esturreadas, los larguísimos manteles rotos y manchados, el televisor puesto, un joven mastica un trozo de tarta, los jugadores del Barcelona celebran la Copa. El camarero le pregunta:

¿Eres del Barcelona?

No.

¿Del Madrid?

No

...

Del Córdoba.

El camarero le mira, como compadeciéndole.

Al chico le da igual lo que piensen los demás.

Que te importe un comino lo que piense la gente es una gran virtud, para desgracia de los miles de aficionados que cada quince días miran al palco pidiendo al cabecilla que se marche, por favor.

En Fuseta no hay fútbol, solo pescado, así que nadie está contra nadie. Nadie fastidia a nadie. Es casi una isla y no tiene buen aspecto, la tierra es de un verde sombrío y el agua está estancada, pero puede resultar un paraíso. El paraíso no es un lugar, es un estado.

A muchos de los que fueron ayer al estadio no les hace falta el fútbol en sus planes de domingo, por eso solo van si es gratis o hace bueno. Toda esa gente disfrutó y ni siquiera pitó en el minuto 54 porque probablemente no sabía de qué iba la película.

Se volverán a ir.

No es un sitio fácil. Puede llegar a ser idílico, sí, como ayer, cuando sale el sol y en las fotos se ve tan bonito.

Para quedarse se necesita algo más.

Tienes que verlo apagado. Apagado, triste y huraño. Tienes que verlo con los asientos sucios, con cáscaras de pipas en el suelo, con la gente arisca. Tienes que verlo en invierno, cuando te cueste llegar, te hieles al caminar, cuando en el mercado no haya tomates tan sabrosos ni alboroto ni caras tan alegres. Cuando a nadie le guste estar y a ti te siga pareciendo el paraíso. Como les pasa a las dos inglesas en Fuseta. O al camarero. Que se quedan. Que se quedan pase lo que pase.