Los ciclistas suelen ser más de pueblo que de ciudad. Seguramente porque circular en bicicleta siempre ha sido más complicado en las grandes urbes. Elia Viviani, por ejemplo, ganador de la tercera etapa de la Vuelta, en Alhaurín de la Torre, es de Isola della Scala, cerca de Verona. Y de Navàs es Jordi Simón, el corredor catalán del Burgos-BH, equipo modesto entre los modestos, que buscó desesperadamente y en una fuga el triunfo imposible.

Unos pelean para ganar y solo se dejan ver en los últimos 200 metros de la etapa. Permanecen escondidos todo el día, protegidos del viento en la clandestinidad del pelotón y tratando de superar los puertos colocados por el camino, como si fueran obstáculos malintencionados, sin demasiados apuros. Ellos, como Viviani, como Peter Sagan, tercero y que trata de encontrar en la Vuelta la forma perdida por culpa de una caída en los Pirineos del Tour, tienen gregarios que les suben agua y que los cuidan cuando observan que, ante cualquier giro de la carretera, el viento sopla de cara.

A Simón, en cambio, nadie lo ayuda. Él es un superviviente que debe buscarse la vida. “No sé si será adecuado fugarse en este primera semana, porque hay muchos velocistas. Quizás es mejor esperar y resguardar fuerzas para la tercera semana que es cuando todos están más cansados”. Así se expresa el corredor catalán, en la salida de la Cala de Mijas, corazón de la Costa del Sol, mientras se dirige a la línea de partida.

Pero, por improvisación, por estar en el lugar y el puesto adecuado, se escapa a las primeras de cambio, tras observar que El Lince, así llamado Luis Ángel Maté, el corredor marbellí del Cofidis, quiere salir de su Málaga del alma vestido con el jersey de topos de la Vuelta, el que identifica al líder de la montaña.

Simón ataca a sus compañeros de grupo. Lo hace hasta en dos ocasiones. Son demarrajes secos que le permiten durante unos cuantos metros vivir la gloria, sentirse cabeza de carrera de la Vuelta y hasta escuchar los gritos de ánimo y los aplausos de los aficionados que están apostados al borde de la carretera.

Pero sabe él, lo saben todos, que lo suyo es una aventura imposible, que detrás nadie permitirá que un corredor de 27 años, un ciclista que fue una de las grandes promesas catalanas no hace mucho, llegue victorioso a Alhaurín de la Torre, el pueblo malagueño donde murió el viernes Javier Otxoa. Se lo llevó el cáncer a los 43 años, aunque de hecho su vida ya nunca fue igual desde que en el 2001 lo atropelló, cerca de la carretera por la que pasó la etapa de la Vuelta, un automovilista. Allí murió su hermano Ricardo, que era su gemelo, y él quedó con secuelas que no le impidieron, sin embargo, ser una estrella de los Juegos Paralímpicos, en la década pasada.

LA LUCHA FINAL

Simón fue capturado cuando los equipos Bora (Sagan), Quick Step (Viviani) y hasta el Movistar (Valverde-Quintana) decidieron poner fin a una lucha imposible que, al menos, recompensó al catalán con el premio de la combatividad, un dorsal en color verde que lucirá camino de Alfacar, en la sierra granadina, en lo que será la primera llegada en alto, un lugar en el que Valverde espera arrebatar a Michal Kwiatkowski el jersey rojo que lo identificó como líder.

Y ya se sabe, en los últimos 20 kilómetros se inicia la batalla decisiva, la que cuenta para desgracia de Simón, la que llevará a proclamar al ganador del día, en una jornada de esprint anunciado, de los pocos que, en principio, deben celebrarse en una Vuelta que tiene un carácter montañoso. Es entonces cuando en el último instante con el arco de llegada a la vista surge la figura de Viviani, más fuerte que Sagan, más fuerte de ninguno para ganar su primera etapa en la Vuelta después de conseguir otros cuatro triunfos en el pasado Giro.