Rafael Nadal posa con la Copa de los Mosqueteros a bordo de un barco que navega por el Sena frente a la Torre Eiffel, una estampa ya clásica que culmina su décimo triunfo en un torneo que le dedicará un busto en sus nuevas instalaciones para sellar la comunión entre el tenista y el público francés.

Siempre agradecido, el jugador no ahorra ni una palabra de reconocimiento, no guarda en su memoria ni un rastro de rencor, ni cuando en los primeros años costó aceptar al guerrillero que afrontaba al caballero Roger Federer.

A la décima, la leyenda ha calado en la gente y ahora Roland Garros se apropia de su tenista más glorioso, de quien más grande ha hecho el torneo, más prestigio ha generado al Grand Slam de la tierra batida.

"Hace años que siento el cariño de la gente. Han apreciado todo lo que he hecho aquí. Para mí es algo emocionante sentir, en el lugar más importante de mi carrera, el cariño de la gente, del público", asegura el jugador, un día después de haber levantado por décima vez la Copa de los Mosqueteros.

El torneo, poco dado a excesos, regaló al jugador una réplica exacta del trofeo, que le entregó su tío Toni, y las pantallas gigantes repasaron las diez bolas de partido, sus diez celebraciones, sus lágrimas tras ganar cada una de las diez finales.

"Me emocionó mucho y se lo agradezco. Fue un gesto especial que marca un triunfo especial", asegura el jugador.

Nadal reconoce que "al principio costó más" sentir el calor de la grada, "sobre todo en 2009".

Aquel año, cuando sufrió su primera derrota en Roland Garros en octavos de final contra el sueco Robin Soderling, el español no se sintió arropado por un público que, por aquel entonces, anteponía la monotonía de sus éxitos a la grandeza de su gesta.

Para entonces, Nadal había iniciado ya un reinado sobre la tierra batida que comenzó con solo 18 años en 2005.

Aquel chico joven, de aspecto guerrero, pelo largo, pañuelo en la frente, camiseta sin mangas y pantalón por debajo de la rodilla, que parecía más un pirata que un tenista y que practicaba un tenis feroz, físico, desentonaba en el conservador mundo del tenis.

A GOLPE DE RAQUETA

Doce años más tarde y diez triunfos después, Nadal se los ha ido ganando a golpe de raqueta, pero también por su humildad, por su cultura del esfuerzo, del trabajo permanente que le han llevado a volver, una y otra vez, contra viento y marea, a engrandecer al escenario donde nació su mito.

"En la pista les costó, pero en la calle, cuando paseo por París, siempre he sentido el cariño de la gente", afirma el jugador, que cada quincena de Roland Garros repite como si fuera un rito las mismas rutinas, el mismo hotel, los mismos restaurantes.

Ha habido otros desencuentros, como las acusaciones de dopaje lanzadas por la exministra de Deportes Roselyne Bachelot, sobre las que los tribunales se pronunciarán dentro de un mes. Pero nada ya ha podido evitar que el jugador sea querido por los aficionados al tenis.

Nadal es ya un parisiense y una leyenda, y ni Roland Garros ni París quieren desaprovechar la oportunidad de hacer suya un poco de esa grandeza.

Tras la frialdad inicial, el jugador hace esfuerzos por hablar en francés y no deja de alabar siempre que puede al torneo. "Je suis très content", repite desde la pista una y otra vez tras cada triunfo.

El tenista, un hombre de gestos sinceros, confiesa que se emociona. "Cuando por megafonía dijeron mi currículum en la pista Suzanne Lenglen el primer día de esta edición fue uno de los momentos más emocionantes del torneo", asegura.

Nadal no entiende ni de leyendas ni de estadísticas, pero sí que nota que la gente arropa ya sus triunfos. Se queda con el gesto amable, sencillo, por encima de otra cosa.

"En Roland Garros conozco a todo el mundo que trabaja allí, siempre se han portado fenomenal conmigo, me siento como en casa", afirma el jugador.