A Oporto voló. Recién nombrado seleccionador, Julen Lopetegui voló hacia el norte de Portugal para iniciar su proyecto. Andaba España inmersa en una profunda depresión futbolística porque en dos tristes años (Brasil 2014 y Francia 2016) había regresado a la miseria cuando el técnico vasco empezó la regeneración. Sin miedo alguno y atacando el corazón del problema tal si fuera Luis Aragonés en el 2006 cuando sentó las bases de la revolución poniéndole un nombre a España (‘La Roja’) y, sobre todo, dándole una identida de juego: el balón como eje vertebrador de una ideología.

A Lopetegui, escogido por Villar como sucesor de Del Bosque por sus éxitos con las categorías inferiores, la llamada Rojita (la selección sub-21) fue campeona de Europa en el 2013, le tocaba liderar la huída del trauma. Por eso, voló a Oporto para encontrarse con Iker Casillas en una reunión que cambiaría, para bien o para mal, su proyecto. "A Julen le tengo que agradecer que se acercara a Oporto para hablar conmigo", contó meses más tarde el exportero del Madrid, una vez cicatrizada la herida. Si es que ha cicatrizado de verdad. "Nos sentamos en una mesa, comimos, dialogamos y me dijo que tenía que cambiar la selección. Tenía claro que su portero era David De Gea", añadió Casillas.

Dicho y hecho. Casillas, a quien, precisamente, Lopetegui se había llevado al Oporto, pasaba a formar parte del pasado, glorioso pasado de España. Se quedaba en casa. El capitán de España que levantó tres copas en cuatro años (Eurocopa, Mundial y Eurocopa), pertenecía a la historia. En el futuro no había sitio. La transición, pilotada por un entrenador de supuesto perfil bajo, aunque su primera decisión tuviera tan enorme calado, no dejaba hueco para Iker.

Así, sin necesidad siquiera de pisar el césped, articuló Lopetegui, un técnico moderno, extremadamente detallista, su hoja de ruta hacia Rusia. Tipo sólido en sus convicciones (prescindió de Casillas con la misma naturalidad con la que defendió a Piqué pese a las turbulencias políticas que se generaron) y, sobre todo, capaz de crear un buen espíritu de grupo en una España que ya no era lo que fue. Ni en el campo, la selección había perdido rasgos de su estilo, ni tampoco fuera donde la convivencia se había agrietado. Pero Julen, vasco de Asteasu, un pequeño pueblo (apenas llega a los 1.500 habitantes) del interior de Guipúzcoa, a los pies del monte Ernio, tuvo la misma fuerza que José Antonio, su padre, un famoso levantador de piedras.

Más conocido como Agerre II. Poco a poco, su España, una mezcla de la vieja (Iniesta, Ramos, Piqué, Busquets, Silva) con la nueva (Isco, De Gea, Thiago, Koke, Saúl, Marco Asensio, Lucas Vázquez…), iba adquiriendo forma. Tenía ya su estilo, dejando una inmaculada trayectoria camino de Rusia, devolviendo la autoestima a los futbolistas y la esperanza a la afición con unos números impecables: nueve victorias y un empate. Ni una sola derrota.

Lo mejor no son, sin embargo, los números sino el halo que ha dejado el camino con una selección moderna en su juego. Logró 36 goles y tan solo recibió tres. Una maravilla en su lenta, pero segura, ascensión a lo que fue, descubriendo registros nuevos, acostumbrado como está Lopetegui a trabajar con un coach, Juan Carlos Álvarez Campillo, un licenciado en psicología asturiano que ha asesorado, entre otros, a Eusebio Sacristán, el nuevo técnico del Girona, o Carolina Marín, la campeona olímpica, mundial y europea de bádminton.

El liderazgo de Julen, cuyo mayor éxito en los banquillos fue acunar a la joven España en la formación de estrellas, ha sido tranquilo y enérgico, pero sin alzar la voz. Su discurso ha sido métodico y paciente, cautivando a los jugadores con un mensaje cercano. Y el niño que prefirió parar balones a levantar piedras llega a Rusia con la ilusión de un novato explorando la ruta que le guíe a la segunda estrella.