Siempre hace frío. De una manera u otra, a orillas del Pisuerga siempre hace frío. Unas veces, porque llegas con toda la ilusión a jugar el primer play-off de tu vida, y te pegan un cubetazo con el hielo descongelado del frigorífico roto. Otras, porque a pesar de tener las ruedas pinchadas, te presentas en el frente de guerra con un cañón rumano de 30 milímetros que no puedes ni llegar a cargar. Lo que te salva del sonrojo, en realidad, es el blindaje ghanés que evita que el resultado se pasee al día siguiente por todos los informativos nacionales. Y, como siempre, echas de menos la primavera en Córdoba. Esa sensación que transmite el sol en la cara, ese gigantesco invernadero a orillas del Guadalquivir en primavera que provoca el sueño de que el mundo se detiene en ese preciso instante, de que no existen problemas ni preocupaciones. Ese efecto anestésico que produce una mañana de domingo en la que piensas que todas las mañanas, todos los domingos, deberían ser así, como son en Córdoba en ese período que arranca con el primer perfume de azahar hasta poco antes de que termina el colegio.

Pero no. Hay mañanas frías. Tardes y noches gélidas. Muchas más de las deseadas en esta temporada. Y existe Valladolid. Para desgracia de un Córdoba que volvió a su cruda y gris realidad, una vez más, en el José Zorrilla. Un Córdoba que en lo que resta de temporada sólo aspira a que haya cuatro equipos peores que él. Hace cinco meses se podían ver ocho. Hace ocho semanas, apenas cinco o seis. Actualmente, cuesta trabajo ver a esos cuatro equipos. Por más que el corazón borre lo que los ojos y el cerebro dictan.

Porque este Córdoba, cada semana que pasa, va más justito. De todo. De hombres, de físico, de fútbol, de ideas… Tanto, que cualquier equipo de la categoría, también con poco, es capaz de ganarle. Como le ocurrió al Valladolid. Comenzó el partido con bajas. Juan Villar se resentía en el calentamiento y Herrera debía tirar de José Arnáiz, segundo máximo goleador de su equipo, para sustituir a su pichichi. A los cinco minutos, era Carrión quien debía introducir a Luso por Héctor Rodas. En cualquier caso, los problemas defensivos de este equipo se mantuvieron como en las 32 jornadas anteriores, como en la temporada pasada.

Con un mediocampo sin trabajo, la primera media hora fue blanquivioleta. Raúl de Tomás dio la mañana al Córdoba en general y durante esa media hora en particular. El ex se metió entres líneas y no hubo quien lo parara. Miraba a izquierda y conectaba con Jordán. Lo hacía hacia atrás y se asociaba con Míchel. Cuando no, se giraba y disparaba, siempre sin éxito, aunque alguna vez con peligro. Y cuando miraba a derecha se encontraba con Arnáiz. Con el canterano conectó poco después del minuto 20 para que el joven delantero pusiera la directa y cruzara su disparo. Las estadísticas decían que cada vez que anotaba Arnáiz el Valladolid no perdía. Ocho goles hasta ese momento en Liga para siete encuentros ganados. Con el noveno iba para el octavo triunfo.

Sin embargo, el Córdoba hizo de la escasez necesidad. Sin fútbol, sin un físico que deslumbre, sin ideas ni aspectos destacables en demasía, se entregó a Javi Lara y al balón parado para demostrar que esta Segunda nada tiene que ver con la de hace un lustro o antes. Acumuló el Córdoba ocasiones, la más destacada la del disparo del montoreño de falta lateral lejana que por muy poco no sorprendió a Becerra. El travesaño del portero blanquivioleta hizo el resto. Ese cuartito de hora sin fútbol, pero con ocasiones, fue suficiente para albergar un mínimo de esperanza, para juntar las manos ante la boca y echar un poco de aliento cálido en las mismas e intentar quitarse esa sensación glacial. Como el Ignacio de No oyes ladrar a los perros de Rulfo, este Córdoba cada vez tiene más frío, tiembla hasta que se le desencajan los huesos y casi ni se notará que ha perdido la vida, de tanto como la ha perdido, sorbo a sorbo, casi en silencio, hasta llegar a Tonaya.

Por mucho que se intente repasar la segunda parte ante el Valladolid, el Córdoba que se está jugando la vida en Segunda no simuló, siquiera, ser un equipo que se está jugando la vida en Segunda. El Valladolid, sin hacer nada del otro mundo, pero mucho más que su rival, generó ocasiones. Dos de ellas, de nuevo, con Raúl de Tomás como protagonista. Y cuando el conjunto blanquiverde se ve incapaz de detener lo poquito bueno del rival y éste no tiene el acierto, el Córdoba regala el desacierto propio. Un error de salida de balón entre Edu Ramos y Deivid provocó el segundo tanto local, obra de Mata.

Pudo sentenciar el Valladolid en alguna ocasión más a pesar de no tener ya a Arnáiz, retirado por lesión. Y como el nivel de la categoría es el que es, los pucelanos regalaron algo para que el Córdoba tuviera esperanza. Un error de exceso de confianza de Ángel en la línea de fondo, Caro que le robaba la cartera y centraba raso para que Rodri asistiera de tacón a Alfaro, que fusiló a Becerra.

Sin embargo, más que esperanza, lo que regalaron los blanquivioletas fueron varias dosis de triste realidad. El Córdoba no apareció por las inmediaciones del área rival en el cuarto de hora que restaba hasta el final. No hubo capacidad de reacción. Ni de carácter. Ni de raza. Nada. Esa generosidad del adversario pareció el presente final al enemigo fallecido.

Tendrá que ser la afición, completamente sola, como el padre de Ignacio, quien cargue sobre sus hombros con el moribundo para intentar hacerle llegar al destino. La única manera de salvar a este triste y frío Córdoba.