Podría meterme en la cama, bajar la persiana y amanecer mañana. Pero quizá me esté perdiendo algo. Así que hay que salir. No es fácil volver un domingo. Volver a pelearse con los coches, los pitidos, los bordillos en los carriles bici, no es fácil volver a ser una molestia por moverse de forma saludable. Pensándolo mejor, no está mal volver en domingo, es un tránsito más suave al lunes. El lunes será horroroso.

Hace 24 horas nevaba. No sabías quién jugaba ni qué había pasado en toda la semana. Pasear por una ciudad desconocida, culturalmente opuesta, sin el dichoso wifi, es un placer que ni el pensamiento de que hay que volver puede estropear. Los desayunos a cuatro frente a unos ventanales, en un salón lleno de velas, la lentitud, inundarte de chocolate y acabar corriendo alrededor del lago como si estuvieras en casa.

Parece que hayan pasado más de siete días desde el último partido y así de desubicado me coloco donde siempre. No soy el único que tiene aún la mente en otro lugar. La megafonía aún sigue pensando en su retiro vacacional; no es capaz de atinar con la alineación. Quizá haya pasado la noche en el aeropuerto, sin dormir, y así es difícil trabajar.

Escucho a mi alrededor.

Hay quien viene de que le dé el aire en el campo. "Aire libre y amigos». Hay quien viene de aislarse, de pasar de todo el mundo. «Una pequeña desconexión para evitar explosiones». Qué bonito. Si escuchas a la gente encuentras mucha poesía.

Dos niños que mañana vuelven al colegio charlan sobre una niña que les atrae. Dicen que es repetidora y eso les gusta aún más. Parece que lo macarra excita. A estos niños les gustará el número nueve de los blancos. Pero si yo tuviera un hijo le diría que nunca lo mirara. Le diría que se fijara en el diez.

El número diez no parece futbolista. Pide perdón cada vez que falla, se disculpa ante los rivales y es comprensivo con el árbitro. El nueve es lo opuesto. Discute incluso con los suyos. ¡Se cabrea hasta con el bendito número diez! Se enfada con el 29 porque no le pasa el balón. Le suelta una patada a un azul. Se enfrenta al juez de línea. Le protesta al árbitro. Yo no sé cómo el árbitro tiene tanta paciencia. Yo lo hubiera mandado a su casa. Además, no para de fingir.

El desembarco tras un viaje es duro. Cuesta asentar la cabeza y regresar a la normalidad. Detesto la palabra normalidad, pero aquí hacía ya falta.

Se intuye un final normal. Eso no es muy atractivo, de hecho no es nada atractivo. Es anodino y previsible porque no hay sorpresas. Pero supongo que cuando llevamos medio año de nefastas sorpresas preferimos la normalidad, aún a riesgo de que no sea muy excitante.

En fin, feliz regreso a casa.