No sé qué hago aquí. Ya lo intentaron hace un año. Vuelve. Lo estuve pensando. No me seducía ver partidos de fútbol, pero sí que los rivales fueran de Segunda B. Me fascinaban esos nombres de pueblo que jamás había escuchado y que trataba de situar en el mapa. Me gustaba cómo sonaban y ver sus estrechos campos, sus escudos y sus minúsculas gradas. Creo que lo que amaba era la geografía, no el fútbol.

Hace unos días, con amigos y cervezas, tras intentar descifrar cómo funcionará este curso la Segunda B, surgió la idea. ¿Volvemos a ir todos juntos? Nos emocionamos imaginando la comida previa al partido, el café, las copas, la tertulia. El plan duró lo que tardó en llegar el primer plato.

Cuando el viernes mi padre me anunció que me había tocado una entrada para ver el primer partido de esta liga, me dije que no podía negarme otra vez.

Tres años y cuatro meses sin ir al estadio, sin ver un solo partido. Ni del Córdoba ni de nadie. No puedo decir que estuviera nervioso, pero sí tenía curiosidad por saber qué iba a sentir. Eché un libro en la mochila por si no lo aguantaba, me descargué varios podcasts y llegué con la hora justa y la batería del móvil al 87%. El estadio estaba igual de ruinoso por fuera y se habían cargado tres aparcamientos de bici, pero al menos habían pintado las paredes de blanco y verde.

Tras quince minutos de espera en la cola -DNI, entrada, abono y declaración anti covid- subo a la grada y escucho por megafonía las alineaciones, pero no sé si están diciendo la del Córdoba o la del Lorca. Escucho los nombres como el estudiante que va descubriendo preguntas de un examen y cada cual le resulta más ajena, y la cara se le va desencajando, y suplica por que aparezca alguna palabra conocida.

Al final, me sé tres. Ya estás aquí. Nada ha cambiado. Mismos fotógrafos, mismos asientos polvorientos, mismas calvas, petos y bebidas. Me coloco en un sitio nefasto porque me niego a empezar una búsqueda que intuyo infructuosa para localizar mi butaca.

Un intruso entre 800

Me siento un intruso entre estas 800 personas afortunadas que sí quieren ver a su equipo, y pienso en los seis mil a los que no les han dejado venir. ¡Qué injusta es la vida! Incluso en los detalles más absurdos. Esta culpa hace que no saque el libro y mire al césped.

Querido señor de la megafonía, no pretenda que adivine quién ha metido el gol. Si yo fuera futbolista me gustaría jugar en la banda contraria al banquillo. Qué pesadilla tener que aguantar todas esas voces gritándote lo que has de hacer. Yo me iría al otro extremo del campo, aislado, donde nadie pudiera verme ni calentarme la oreja. ¡Se oye todo!

El entrenador del Córdoba y algún jugador que ande por esa banda -o corra-, ya habrán oído al tipo de la mascarilla Grúas Domínguez, que además de vociferar, se la baja, porque supongo que considera que su potente chorro de voz no es suficiente para transmitir su vital mensaje: «¡Alante, alante!».

A otros, sin embargo, les pide que se acuesten. Me da un poco de vergüenza. A su hija parece que también y opta por agachar la cabeza e iniciar una partida de marcianos que disparan al cielo en su teléfono móvil.

El árbitro pita el descanso dos segundos antes de tiempo, una de las mejores decisiones de la tarde.

¿Por qué estoy aquí? Me conceden quince minutos para la reflexión. Pienso qué otras cosas podría estar haciendo. También si voy a volver. Es como si se hubiera abierto un abismo, igual que cuando ves a una exnovia y piensas, uf, menos mal que ya no estoy con ella. Y te cuestionas cómo pudisteis aguantar tanto, si ya os aburriais, si no os soportabais, si os reprochabais, si no os emocionabais con nada. Quizá esté aquí para recordarme que ya no quiero estar aquí.

O quizá pretenda rememorar por un instante aquellos años en los que me ilusionaba con el cartel de cualquier partido, cuando me los llevaba a casa y coleccionaba las revistas que repartían, cuando vibraba con los goles ante el Isla Cristina o el Realejos, y apenas éramos tres mil, y la grada estaba tan vacía y fría como hoy, pero yo saltaba y escribía.

Hoy no siento nada. Mil doscientos días después he vuelto a El Arcángel. No me levanto ni aplaudo. Soy el socio 817. Hasta aquí he llegado. Tenía 13 años cuando me saqué mi primer abono. Hoy, con 36, cuando muchos están deseando entrar y no pueden, yo me salgo. Nos piden que nos quedemos unos minutos más en nuestros asientos. Saco el libro. Los jugadores, unos de verde y otros de amarillo, se saludan. Me empieza a entrar hambre y mientras suena el himno, yo solo pienso en llegar a casa, abrir un paquete de anacardos y sentarme en el balcón a terminar las memorias de Woody Allen.