Pero antes de ese hecho, que maravilló al mundo, hubo una serie de circunstancias protagonizadas por Beamon, y otras externas a él, que tendrían incidencia en lo que sucedió aquella tarde del 18 de octubre de 1968 en Ciudad de México.

Al joven Beamon le gustaba el baloncesto. Medía 1,91 metros, tenía agilidad y facilidad para saltar y era rápido para correr en pruebas de velocidad, lo que se notó especialmente esa tarde de octubre, cuando se convirtió prácticamente en una gacela.

Beamon poseía la mejor marca mundial del año con 8,33 metros y había ganado 22 de las 23 competiciones en las que había participado en 1968.

Sin embargo, casi no disputa la final. En la clasificación hizo dos saltos nulos y solo en su tercera y última oportunidad, cuando se decía a sí mismo «no falles, no falles», logró los 8,19 metros con los que pasó a la lucha por la medalla.

Cuatro meses antes de los Juegos, el neoyorquino fue expulsado de la Universidad de Texas por negarse a competir ante la Universidad Brigham Young de Utah, que no aceptaba en su equipo a negros.

Por ello, la parte final de su entrenamiento la llevó a cabo con su amigo Ralph Boston, saltador que poseía el récord del mundo que había batido en 1960. Una marca de 8,35 metros, que tumbó la del mítico Jesse Owens en Berlín.

Beamon superó a los tres medallistas de 1964, Lynn Davies, Ralph Boston -a quien abrazó al final de su prueba- e Igor Ter-Ovanesyan.

Los jueces no disponían de material para medir un salto tan largo, motivo por el que se retrasó la aparición del nuevo récord en el marcador manual. Un oficial le había dicho a Beamon después del salto: «Fantástico, fantástico», mientras él, incrédulo, corría hacia su puesto sin saber exactamente qué había hecho, pues no comprendía el sistema métrico.

Tuvieron que usar la cinta, pues el medidor óptico que se estrenaba no estaba preparado para semejante salto. Boston fue el encargado de darle la noticia: «Bob, tú saltaste 8,90 metros».

Cuando el número fue anunciado en la pizarra electrónica, el registro daba por bueno el récord, que convertía el anterior (8,35) -que compartían Boston y el Príncipe Igor Ter-Ovanesyan- en una broma. Beamon se abrazó al resto de atletas y colapsó, sus piernas fallaron y se deslizó al suelo. Lloró y sintió náuseas después de toda esa emoción, al ver lo conseguido tras años de decepciones y sacrificios.

Todavía atónito, Beamon le preguntó a Boston: «¿Qué haré ahora? Ustedes van a patearme el trasero»... en referencia a que faltaban ellos por saltar, pero Boston le replicó: «No, no. Esto se acabó para mí. Yo no puedo saltar tan lejos».

Beamon, sin alas, voló: saltó 8 metros y 90 centímetros, 29 pies y dos pulgadas y media.

El plusmarquista mundial, el soviético Ter-Ovanesyan, le dijo al británico Davies, titular en Tokio 1964: «Comparado con este salto, somos como niños».

Davies, por su parte, mostró su impotencia tras confirmarse la marca al decirle a Beamon que había «destruido» la prueba y con resignación se dirigió a Boston: «No puedo seguir. Todos nos veremos tontos».

El salto de Beamon estuvo vigente 22 años, 10 meses y 22 días hasta que llegó Powell. Pero sigue siendo récord olímpico y la segunda mejor marca de la historia. Después de la proeza, Beamon nunca pasó de los 8,22 metros y no participó en los Olímpicos de Múnich de 1972.